Día
gris y anodino. La prensa viene –si no es porque es preceptivo leerla- como
para no abrirla. A los telediarios se les echa de comer aparte. Confunden,
algunos, la información con el
proselitismo. Imágenes de políticos que se insultan y se ladran y ni se mudan de color…
Viaje
rápido a Benalmádena. Mediodía. El mar conservaba, desde la distancia, - la
carretera va por la mediación de la montaña - el rizado del oleaje de ayer.
Hacía viento. Trabajan en los bordes de la carretera. Parece que van a adecuar
los accesos. Entrar, desde la autovía, en ese pueblo es una odisea.
A media
tarde, a medida que se alargaban las sombras, cantaban los mirlos en el soto
del arroyo. Me callé. Procuraba no hacer ruido. Estuve, un rato, al acecho de
algo único, bellísimo. Ellos seguían en su labor que no era otra que
comunicarse entre sí. Afortunadamente, los hombres no somos capaces de
descifrar el canto de las aves. Lo estropearíamos. No me cabe la menor duda. Yo
permanecí quieto, inmóvil. Pasó no sé cuánto tiempo. En un momento determinado
ellos decidieron que se había acabado el concierto. ¿Se recogieron en la
frondosidad del cañaveral? ¿En los zarzales impenetrables del arroyo?
De
regreso a casa me refugio en mis soledades. Pocos placeres tan llenos de
hedonismos como el de las zapatillas viejas y el batín que ya tiene los codos
un tanto raídos; la mesa camilla y el silencio de la noche; el viento que ulula
por los tejados, y de vez en cuando un ladrido de un perro en la lejanía y, uno
enfrascado en la maraña de la buena lectura.
Me acuerdo
de los mirlos. ¿Dónde estarán? ¿Se habrán dio a otros sotos para esperar la
llegada de un día nuevo? Ahora cuando escribo ya siento que viene la noche. El
rocío vespertino será un manto blanquecino sobre de la yerba bonita y el frío, porque se había ido el sol, me recuerda que
estamos en lo más crudo del invierno. Ahora leeré hasta altas horas de la
madrugada. Me voy a enfrascar en la
literatura del Salvador González Anaya: está trasnochada y de vocabulario
rebuscado; ya no están de moda. Me da igual. Hace falta un diccionario a mano
para adentrarse en sus entresijos. ¿Para quién escribía este hombre?
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