jueves, 8 de marzo de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Mujeres


Mi casa tenía un patío umbrío con paredes blancas y flores; muchas flores. Cada año, Antonio, “el Divino” le daba un apaño al cañizo que mitigaba el sol de la tarde y lo sombreaba. Le daba un tinte íntimo y fresco. El sol de la tarde, sobre todo en las tardes de verano, en mi casa no tenía piedad y achicharraba las flores.
Mi madre tenía, detrás de la puerta de cristales que separaba el patio de la casa, dos cazuelas grandes de helechos. Los hechos colgaban como quien hace una reverencia al Santísimo Sacramento que pasaba por la calle los días del Corpus.

En el patío había unos escalones grandes por la parte central; en los laterales, una escalerilla con menos altura. En cada uno mi madre tenía  un macetón con una aspidistra – pilistra para nosotros – que competía, con las otras macetas, a ver cuál tenía la hoja más limpia y vigorosa.

En el testero del fondo había un  chilindro que perfumaba las tardes de mayo,  y  un jazmín. Mi madre ensartaba cada tarde una horquilla de jazmines y se la ponía en el canalillo del pecho y mi madre olía a jazmines y los jazmines olían a madre.

En una orza vieja  mi madre  sembró un rosal de pitiminí. Era de color blanco pálido de luna; las rosas diminutas, pequeñitas… Cuando yo empezaba a mocearme, al salir a la calle en las noches de verano, mi madre siempre ponía en ojal de la cacheta un rosa…

Entonces en mi pueblo no había agua corriente. Mi madre se levantaba de madrugada e iba a la fuente y traía uno, o dos, o varios cántaros… “Riégame las flores – me decía – antes que les dé el sol porque si no, luego, se queman”.

Hoy hemos celebrado el día de pedir justicia para la mujer. Las mujeres del mundo claman contra una desigualdad. Yo nunca conocí a mi madre vestida de color. El color negro marcó su vida. Mi artículo de hoy va dedicado a ella, y a todas las mujeres que visten de negro aunque lleven ropa de color… y ustedes me entienden.  




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