Mi casa tenía un patío umbrío
con paredes blancas y flores; muchas flores. Cada año, Antonio, “el Divino” le
daba un apaño al cañizo que mitigaba el sol de la tarde y lo sombreaba. Le daba
un tinte íntimo y fresco. El sol de la tarde, sobre todo en las tardes de
verano, en mi casa no tenía piedad y achicharraba las flores.
Mi madre tenía, detrás de la puerta de cristales que separaba el patio de la casa, dos cazuelas grandes de
helechos. Los hechos colgaban como quien hace una reverencia al Santísimo
Sacramento que pasaba por la calle los días del Corpus.
En el patío había unos
escalones grandes por la parte central; en los laterales, una escalerilla con
menos altura. En cada uno mi madre tenía un macetón con una aspidistra – pilistra para
nosotros – que competía, con las otras macetas, a ver cuál tenía la hoja más
limpia y vigorosa.
En el testero del fondo había
un chilindro que perfumaba las tardes de
mayo, y
un jazmín. Mi madre ensartaba cada tarde una horquilla de jazmines y se
la ponía en el canalillo del pecho y mi madre olía a jazmines y los jazmines olían
a madre.
En una orza vieja mi madre
sembró un rosal de pitiminí. Era de color blanco pálido de luna; las
rosas diminutas, pequeñitas… Cuando yo empezaba a mocearme, al salir a la calle
en las noches de verano, mi madre siempre ponía en ojal de la cacheta un rosa…
Entonces en mi pueblo no había
agua corriente. Mi madre se levantaba de madrugada e iba a la fuente y traía
uno, o dos, o varios cántaros… “Riégame las flores – me decía – antes que les
dé el sol porque si no, luego, se queman”.
Hoy hemos celebrado el día de
pedir justicia para la mujer. Las mujeres del mundo claman contra una desigualdad.
Yo nunca conocí a mi madre vestida de color. El color negro marcó su vida. Mi
artículo de hoy va dedicado a ella, y a todas las mujeres que visten de negro
aunque lleven ropa de color… y ustedes me entienden.
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