Barrio de Chamberí; distrito
Almagro. La calle General Martínez Campos baja o sube – para el caso es lo
mismo – de Santa Engracia a la Castellana. Coches. Muchos coches. Ruido sorno y
constante como es norma en estas venas circulatorias que desangran las arterias de las gran ciudad.
Una verja de hierro forajdo;
dos puertas. El acceso al patio… Un guardia de seguridad. Hay un mirlo buscando
bichillos entre el mantillo de los arriates. Es un mirlo de jardín. Está habituado
a las visitas. El pájaro de pico y matas amarillas es prudente; levanta el
vuelo y se esconde en la frondosidad de los mirtos que hay que el fondo.
Sorolla diseñó el jardín del
palacete que iba a ser su casa. Lo hizo – no podía ser de otra manera – a su
capricho y gusto. Se llevó aires de los
Reales Alcázares sevillanos y el embrujo del Generalife. Se entretuvo en combinarlos
con la luz de Madrid y la sensibilidad del Levante.
El jardín es un remedo de arte.
El pintor valenciano lo llevaba en sus pupilas. Mosaico y fuentes de mármol, cerámica de Triana, azulejos, mirtos y naranjos, rosales, agua que
corre y como en otros lugares canta o llora y, si por un momento se hace
silencio y cesa el ruido que entra de la calle, entonces, entonces solo hay que
entornar los ojos y dejarse llevar por los sentidos…
Esculturas, portada que refleja
otras portadas, columnas de hierro que soportan plantas trepadoras que buscan
el cielo, pedestales y figuras pompeyanas, y ahora, se sabe, también, que el
artista se trajo parte de Italia a su palacete de Madrid.
Suelos armosiosos, cantos
rodados, arriates y un laurel que plantó el propio Sorolla. Una pérgola formada
por seis columnas con capiteles genoveses. Unos rosales trepadores de flores
blancas y amarillas ocupan el lugar donde antes estaba la glicinia morada…Un
busto del Maestro…
Todo es intimidad. Recoleto,
íntimo. En su justa medida ni sobra ni falta; ¿Un trozo de Andalucía trasladada
a Madrid?, puede. ¿Un lugar recóndito dentro de la gran ciudad donde hay mirlos
en el jardín?, también.
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