Torregalindo
es un pueblo pequeño. Se recuesta al amparo de una loma para resguardarse de
las ventisca del invierno. Tiene un
castillo viejo; muy viejo. Hace mucho que el castillo está en ruinas. Torregalindo es un
pueblo de Castilla, despoblado y solitario. Puede ser uno de aquellos pueblos
de los que hablaba Delibes. ¿Andarían
por allí el ‘Nini’ y ‘Antón, el Ratero’?
Entre las
oquedades de la torre del castillo anidan los cárabos y los cernícalos. Se
alimentan de pajarillos. Limpian el campo de roedores: ratas, ratones que viven
al amparo de los escaramujos y topillos de los sembrados que salen a taponar
las madrigueras.
Las paredes
de las casas son de adobes; los muros, de piedra. Hay muchas casas cerradas; ya no vive nadie.
Se fueron los jóvenes; también, los que se quedaron, se ‘fueron’ yendo. De vez en cuando, en las noches de invierno,
las ventanas dan portazos empujadas por
el viento que ulula por las chimeneas, por los tejados; por las esquinas
de las calles. Se oye el crujido de las maderas; no resisten el paso del tiempo…
Muy cerca del
pueblo, por la tierra llana, corre el río Riaza. Como el pueblo, también, es pequeño; va al Duero. En
las orillas del río crecen las choperas. En otoño las orillas se visten de oro
viejo; en primavera hay un tintineo de hojas temblorosas con la brisa de la
tarde. Los pájaros anidan en sus ramas. Hay alisos de hojas verdes, algún olmo
de tronco recio…
Cae la
escarcha inmisericorde en las mañanas de invierno. Son mañanas frías y largas;
se echa la niebla. Hay helor. El sol,
“el duro sol de la estepa castellana”, es fuego en las horas interminables de
la tarde cuando llega el verano. Su clima es extremo; tremendamente duro. El
campo hasta que no viene el buen tiempo; o sea, de junio arriba es un páramo
desierto; luego, casi también. Todo está parado; todo está en espera…
No muele el
molino; no tocan las campanas de la iglesia… No hay gente por la calle; poco a poco el pueblo…
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