La luz, la sagrada luz del Sur de la que hablaba Miguel
Ángel Asturias, se levantó temprano. Muy temprano. Ya se habían ido las
estrellas pero todavía no estaban las calles puestas. Bueno, en algunos pueblos
puede que sí, que ya anduviesen en la tarea.
Se asomó al
horizonte y, entonces, vio que el campo,
todo el campo, y el río, todo el río, y los árboles y las olas, pensamientos
ondulados que buscan una caricia, estaban allí esperándola desde hacía tiempo,
mucho tiempo. Tanto tiempo que ni se acordaban…
Entre los árboles de la ribera gorjeaban los pájaros. Los
pájaros de los ríos son los pájaros más listos de mundo. Todo pasa. Todo se va;
ellos se quedan. Pasa el agua y va la corriente que busca su sino; pasan los
barcos – los ríos que tienen barcos, claro - que van a tierras lejanas o vienen de no sabemos dónde, y ellos, se quedan.
La luz dibujó las siluetas de un conjunto de fresnos en el
amanecer. Jugaban con el color
anaranjado, ese que hace vistosas a las naranjas, ese color propio que les da el
frío del amanecer y las noches largas de invierno después de lunas
y silencios … Sí, ese que, luego, ellas, porque son así, vienen y nos lo regalan , además con todo el néctar que
llevan dentro.
La luz, hizo, también,
un acopio espejos de plata sobre la
superficie del agua. Le buscará destino.
Pueden ir entre alamares y requiebros para una tarde de gloria en el
traje del maestro Morante cuando deje por el aire el suspiro entrecortado, en
el morse del arte de una cigarrera, y todo sea un prólogo de lo que tiene que
venir.
Habla Juan Gaitán, en sus versos del hombre que “vive de prestado, y con el
tiempo justo, lo mismo que cualquiera”. La Luz, la otra ‘sagrada luz del sur”, entonces, buscará,
a ese hombre, en el campo, junto al río, a la orilla de la mar, en una
calle cualquiera…, y lo tomará de la mano, para que, en silencio y a solas, - Ella y él - anden su camino.
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