El campo estaba, esta mañana, como recién salido de la
ducha. Todo su cuerpo era un espurreo de gotitas minúsculas, pequeñas, blancas…
Toda su cara, más bonita cuanto más se subía el sol desde el horizonte al azul
del cielo. Todo era calma, quietud; no se movía nada.
No han madrugado los
pájaros. La noche ha sido fría; la noche ha sido de luna llena que se ha enseñoreado
y se ha paseado por el cielo limpio de nubes
y ha puesto esa nota especial y única. La luna de enero tiene la luz
fría y distante.
Los mirlos deben estar pasando un mal invierno. El frío de
otras tierras tiene anunciada una visita por aquí. Dicen que ya llama a la
puerta. Todos los bichillos que son dieta – porque estos no tienen nada que
ver, pero que nada, nada con las dietas alimenticias de después de las Pascuas
– están escondidos en lo más hondo de la tierra.
Hay ya florecillas nuevas: lirios morados; florece ya la
yerbabonita. Se abre a media mañana; luego, cuando la tarde
dice que se va, se encoge y deja que la
noche le dé cobijo y, así, el ciclo se repite una y otra vez, cada día.
Los únicos que están en celo son los almendros y los gatos.
Los almendros, cada día, ahítos de belleza son un adelanto de algo que va a
venir, que tiene que venir, pero ellos como los niños espabilados se adelantan
y proclaman en voz alta lo que llevan dentro para que se entere todos los
quieran saberlo.
Los gatos tienen un concierto de maullidos destemplados. Las noches de enero son de los gatos. Parecen
llantos de seres con sufrimientos horribles. ¡El amor es muy duro! Andan por
los caballetes; por el alero del tejado; por los sarmientos podados de las
parras y hay un conciliábulo de todos los gatos del contorno. Deben tener
repartidos los deberes y saben dónde y cuándo tienen que acudir. Y cumplen.
El campo esta mañana estaba precioso. El vaho de la
evaporación era una gasa blanca que subía por el río. Se prepara para ser velo
de una novia a la que llaman primavera…
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