Mi vecino ha cortado los cipreses. Bueno, mi vecino ha
cortado `sus´ cipreses. Formaban un seto a lo largo del camino. No eran muchos;
suficientes para poner una pincelada de aspiraciones verdes que oteaban los
vientos que venían más altos que otros vientos.
Decía Marín Descalzo, aquel enorme cura por la volumetría de
su cuerpo y por su manera de ser, que
Roma era la única ciudad del mundo donde los cipreses no eran árboles tristes.
No estaba yo entonces –ahora, tampoco – muy de acuerdo con José Luis.
Martín Descalzo escribió unas crónicas muy especiales del
Concilio Vaticano II y lo tituló Un
periodista en el Concilio. Era otra manera de ver todo lo que pasaba por la
nave central de San Pedro, nave en los dos sentidos, en el de barco y en el de
espacio central de la Basílica, donde los padres conciliares querían abrir las
ventanas para que entrase una aire nuevo.
El aire que movía a los cipreses de mi vecino ahora se va a
encontrar un poco despistado porque no los va a encontrar en su sitio. Vino un
hombre, bueno, vieron dos o tres. Traían una máquina y unas herramientas de las
que hacen daño y dejaron el borde del camino como un solar.
“Enhiesto surtido de sombra y sueño…” llamó Gerardo Diego al
ciprés de Silos. Miguel Delibes habló y vio a otro ciprés. Nos dijo que su
sombra era alargada…Ahora pienso en los gorriones que cada noche buscaban
cobijo en la frondosidad de sus ramas y
me pregunto cómo resistirán el frío de estas noches de madrugadas largas de
enero.
José Luis Martín Descalzo nunca estuvo en mi pueblo. Nunca
pudo saber que hay otros lugares donde los cipreses no son tristes aunque
algunos hombres hagan con sus propiedades lo que crean conveniente y la
tristeza no esté en los árboles sino en los que los sentíamos como compañeros
entrañables… ¡Cosas que pasan!
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