La guerra, la II Guerra mundial tuvo su fin,
oficialmente. Berlín fue el símbolo de lo que iba a venir después. Vestiduras
repartías entre los vencedores: Estados Unidos, Unión Soviética, Reino Unido y
Francia. Berlín era una isla dentro de la Alemania Oriental.
Pasó el tiempo. En la radio hablaban de una línea: Oder-Neisse.
No teníamos ni idea de la existencia de aquellos ríos ni del odio que había
entre muchos hombres de aquel tiempo. Tres, de los cuatro ‘aliados’ permitían el
paso de un sector a otro. Se sabía de quien ‘era’ la zona por la bandera que
ondeaba al viento…
¿El cuarto? El cuarto quiso otro modelo. Trazó un
muro. Dividió a la ciudad y a la gente. Espinos, alambradas. Soldados que
disparaban a los que se atrevían a cruzar el muro sencillamente porque querían
vivir de otra manera; a sea, al otro lado.
La situación fue tensa; el bloqueo brutal. Se
habilitó un corredor aéreo. Llevaba socorro a sus habitantes. Un presidente
estadounidense, Kennedy, proclamó ante el muro que él también era berlinés: “Ich
bin Berliner!!”
Para salir del Berlín ocupado por los soviéticos se
pasaban controles. Aquel verano pasé ¡hasta cuatro! El policía – los policías -
de servicio se empeñaba en saber dónde se las andaban los bambinos que aparecían en el pasaporte y no estaban sentados en los
asientos traseros. Les explicaba que sus padres iban de visita - ¡qué se les
habrá perdido a estos por aquí, debían pensar! – y que la gente menuda estaba
muy lejos de allí…
Berlín acaba de saltar a la primera plana. Es una
página más de ese libro de hoy que la sociedad mundial del siglo XXI escribe
cada día. Las páginas, como si fuesen de un relato macabro, tienen nombre
propio: Ankara, Siria, Mosul, Alepo, Berlín, Niza, París, Afganistán, Nigeria,
Egipto… y apellido: atentado.
¿Hace falta seguir? Cobra actualidad la sentencia de
Stanley Kramer: “El mundo está loco, loco, loco”. Poca poesía tiene la realidad
de hoy. Es, tristemente, así.
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