Ayer, Dios fue placentero con tantas peticiones, abrió
la mano y dejó venir la lluvia abundante y mansa. El campo, esta mañana era otro. Estaba
como esos niños después del baño que la
madre los viste con ropa limpia, les
pega un peinado y, además, les rocía un espurreo de colonia para “vayan oliendo
bien”.
Salió el sol. Se abrió paso, a empujones casi, entre
las nubes plomizas ahítas de agua, que empujan los vientos que vienen del
Atlántico pero que querían seguir de largo. La gente del campo, a ese sol, lo
llaman, el sol de los caracoles.
Estos bichitos – moluscos gasterópodos con concha
espiral, que dice de ellos la definición que les viene bien – son amantes de la
noche. Después de un aguacero son aficionados a dar sus paseos, acompasados y
sin prisas. Vamos como quien sale a otear el horizonte y cambia impresiones con
el vecino.
Este verano, junto a Sines, en el Alentejo portugués,
probé una manera de guisarlos diferente a como suelen prepararlos en mi casa.
Estaban exquisitos y daban un entretenimiento de mucho tiempo porque había que
armarse de paciencia para sacarlos desde del interior de la concha donde habían
encontrado su final.
Mi madre los guisaba con almendras molidas, algo de
pique y un caldillo que estaba para chuparse los dedos. Del resto de la receta,
ni idea. En la concina, en lo que verdaderamente soy experto, es en la
preparación de bocadillos de atún. Eso sí, con un mimo y un esmero, que ¡ni les
cuento!
Mi amiga Pilar Fernández los guisa con tomates
fritos, les agrega virutillas de jamón, trocitos de chorizo y algo que tiene su
mano de gran cocinera que tampoco sé lo que es, pero que los hacen riquísimos.
Mi mujer prepara un sofrito y, luego, les agrega perejil, comino, hinojos,
yerbabuena, guindillas, almendras, un poquito de pan… Le Me pregunta por la
recete. Me dice qué para qué quiero saberlo. Se lo digo, y va y me responde: ‘y
muchas cosas’ … y , yo, agrego: y, ahí, queda eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario