Misteriosa ciudad que se adivina detrás de la
niebla. No se ve; se intuye. Se siente que está ahí y espera. Llovía. Por los
cristales corrían gotas de agua que van a alguna parte. Un vaho de gasa como
mantos de ángeles olvidados por el cielo lo cubría todo; lo envolvía todo. Le
daba el hálito de enigma que tienen las cosas únicas.
En un horizonte de bruma se recorta la silueta del
castillo. Es el castillo de las Torres. Último bastión medieval cuando la gente
– ahora, tampoco – se entendía y querían solucionar los problemas y los
desencuentros con guerras.
La Historia dice que ahí se asentaron fenicios.
Bueno exactamente ahí no, a sus pies, en el arroyo, el arroyo Hondo, que viene
de El Hacho y baja por las laderas de la Viñuela del Soldado y rodea el monte y
llega hasta el río.., Ahí fue donde tenían sus alfares. Hasta tres, censados.
Allí construían ánforas de barro para llevar aceite y vino a tierras lejanas…
Y en su cima, los romanos dijeron que haría una
ciudad y le dieron por nombre Iluro, y en las excavaciones aparece un aljibe de
unas dimensiones considerables porque había que abastecerse de agua cuando los
tiempos se pusiesen malos…
Y, luego, vinieron gentes de los desiertos cálidos,
y fue entonces cuando hicieron una torre de defensa. Tenía una guarnición de
soldados. Por nombre lo llamaron hins… Y pasó el tiempo y comenzaron a
engrandecer el castillo, primero como cinturón de defensa de la potente
fortaleza de Bobastro; luego, como subsistencia propia ante los peligros que
venían de Castilla.
Y, ante sus
muros nace uno de los romances fronterizos más bellos de la épica castellana.
Comienza: “Álora la bien cercada, / tú que está en par del río…” Sí, ese río
que está casi al alcance de objetivo de la cámara, que se oculta y no casi no
se ve y que lo ha captado en una mañana
de lluvia.
Misterio de historia y sueños. Como los amores
imposibles, bellísimo y siempre fuera del alcance, lleno de embrujo, de
misterios, de encantos…
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