La chica tenía los ojos grandes, profundos. La chica
tenía un deje de misterio en la mirada que siempre llegaba más lejos de donde
quería mirar. Sus ojos, negros, a veces, mostraban un fondo de alegría; otros, una chispa, un no sé qué de preocupación que dejaba
al descubierto.
La chica tenía unos labios sensuales; labios de
besos que se pierden por las esquinas del deseo. Sonreía de una manera distinta.
A veces burlona, a veces, indiferente y picante y cuando hacía un esbozo dejaba
un no sé qué de hechizo que se quedaba al descubierto.
La chica era de estatura media; delgada como un
junto de ribera que bambolea el viento. Tenía una gracia especial en su manera
de andar, y entre sus caderas y el aire que desplazaba, flotaba como pluma de
ángel perdida, un no sé qué de encanto
que dejaba al descubierto.
La chica tenía el pelo recogido. A veces se lo
soltaba y caía a ambos lados de su cara hasta reposar, suavemente, sobre sus
hombros. Hacía movimientos mecánicos con la cabeza y cuando caminaba transmitía
un no sé qué de embrujo, que dejaba al descubierto.
La chica tenía una voz con un timbre especial,
inconfundible. Era ella, era ella la que tenía aquella voz que no tenían otras,
ninguna mujer, salvo ella que la arrastraba y la alargaba y flotaba por el aire
un no sé qué a modo de susurro que dejaba al descubierto.
La chica era el encanto de la luna nueva; la brisa
de la mañana que entraba por la ventana; la primera rosa de primavera; la mano
que ondula, en abril, los trigos y el campo; el sol dorado de una tarde de
otoño; la ola que llega a la playa y deja un no sé qué de suspiro al
descubierto.
La chica, una noche, no acudió. ¿En qué estrella se
acurrucó aquella noche? La chica dejó claro que ella, paloma urbana que volaba desde
el asfalto a las copas de las palmeras, era chispa, esbozo, hechizo, encanto,
embrujo, susurro, suspiro…, la musa de un amor imposible, y dejó flotando y
firmado un no sé que de nostalgia y anhelo al
descubierto.
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