“Tierras
que para pan no son”. Así las vio el Cura de los Palacios. Andrés Bernáldez –
ese era su nombre – fue cronista de los Reyes Católicos. Aquellos, don Fernando
y doña Isabela, de los que dijeron – el cura no; otros – que fueron malos; otros, que buenos; y, otros que ni lo uno ni lo otro. Pues esos.
El
eclesiástico escribió la Historia de su reinado y más cosas porque el cura era
un tío de mucha valía en su tiempo – y después, fundamental – por lo que dejó
escrito para saber y conocer de un montón de asuntos. Cristóbal Colón estuvo
alojado en su casa; arias veces. De él dejó testimonios muy valiosos.
En los
lagares se pisaba la uva. La uva fue fundamento, desde mucho tiempo antes, para
su economía. Con la uva acabó la filoxera. La enfermedad atacaba a su raíz; producía su muerte. Entró
en España por Gerona – que nadie piense mal, por favor – debido a su cercanía
al Laguedoc y la Provenza francesas.
Después,
aquellas tierras se repoblaron con almendros. Pasó el tiempo. Otra larva, capnodis tenebrionis, ¿raro, verdad? ,
para los amigos, gusano cabezudo, acabó también con las plantaciones.
Tierras
de poco pan. Según el cura no engañaban a nadie. Y, para los otros cultivos,
con demasiadas pegas. ¿Trabajo?, mucho;
demasiado. Casi sin agua. La toman de pozos
profundos o de los cauces de los arroyos, correntías naturales en
tiempos de lluvias. Se extienden – las tierras, claro - desde el río Guadalhorce, al Guadalmedina.
En su
suelo nació el cante por verdiales, estilo Almogía: “En el arroyo Rabanero / el
dinero es el que pita / se echa una novia un pobre / viene un rico y se la
quita”. No fue fácil la vida nunca; nadie les regaló nada.
El
hombre que vive allí es sagaz, astuto. Nunca se sabe si va o viene; si sube o si
baja. Sabrá de ti lo que le interese; tú, de él lo que quiera decirte. “El
gallo en el gallinero / se sacúe cuando canta /
quien se acuesta en cama ajena / de madrugá se levanta”.
Bien conozco los lagares Pepe, porque hay quien dice, que la Gavia - donde nací y me crié – es la “antesala de los lagares”. No les falta razón, pues al poco, el paisaje húmedo de la huerta, se esfuma para trocarse en sequedad y chicharras en verano. A mi me encantaba ir a los lagares por sus bailes. Lo hacían como nosotros, pero con una canción diferente, según era el aspecto del bailante. Pero aun me gustaban mas las “bodas lagareñas”. Pasaban por la carrera montados en sus bestias - novios incluidos -con el traje de los domingos y una botella de anís “del mono” en la mano, cantando e invitando a beber – a morro – a todo el que veían. A mi siempre me parecieron gente genial...
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