El hombre se resguardaba en un casetón de madera
perdido en medio del campo. El hombre tenía un libro con el horario de los
trenes. No lo miraba nunca; se los sabía de memoria. Tan memorizados los tenía
que cuando se retrasaba algún mercancías temía que podría haber pasado algo.
El hombre tenía una barriguita cervecera pero de la cerveza
que se bebían otros. Llevaba al tajo su comida
en una cacerola de porcelana con tomates fritos con un trozo de morcilla. Cuando
llegaba la hora del almuerzo estaban fríos; su mujer los había cocinado la tarde antes.
Las viandas iban en una cesta de mimbres.
El casetón donde se resguardaba era de madera con un
ventanuco pequeño y una puerta grande que no se cerraba nunca. El casetón
estaba sobre un montículo de piedras correctamente colocadas; desde allí
divisaba mejor la vía.
Tenía pocos utensilios: una mesita pequeña que, a veces, colocaba delante de la puerta; un
sillón viejo donde pasaba muchas horas sentado esperando la llegada de los
trenes…, un botijo viejo, sucio y manchado que hacía el agua muy fresca.
El hombre se tocaba con una gorra reglamentaria con
visera de hule negro; en la mano un banderín plegado. Antes de llegar el tren
echaba las cadenas. Las cadenas eran grandes, gruesas, como esas losas pesadas
que caen a mucha gente encima sin que ellos hayan hecho nada para merecerlas.
El hombre las enganchaba…, y esperaba.
A veces, llegaba alguien impaciente. El hombre no
las abría jamás. “Espera”, solía decir si lo conocía; si no, el hombre se
mantenía impasible. Cuando el tren asomaba en la lejanía, lo veía venir, pasaba
y luego se alejaba con ese piloto rojo que llevaban en el último vagón los
trenes de carga y que solo parpadeaba en la oscuridad de la noche.
Un día,
suprimieron el oficio. Cambiaron las cadenas por barreras que subían y bajaban
desde un sensor automático situado muy lejos. Jubilaron al hombre que no sabía que, años después, sentarían en un banquillo a un
duque ladrón y a unos político corruptos. Él que acudía a su trabajo en una humilde
pero resplandeciente bicicleta… ¿Por cierto, qué habrá sido de aquella bicicleta?
Nuestros recordados y conocidos oficios, los cuales recordamos con algo de nostalgia.
ResponderEliminarLa de guarda berreras es una profesión para el recuerdo Pepe. De niño, yo les tenía un respeto casi reverencial, pues a veces, coincidí yendo con mi padre, llevando un mulo cargado, después de un agotador día de trabajo. Como "iba a venir un mercancías”, estábamos a veces casi media hora esperando, sin ninguna otra explicación. Recuerdo bien su gorra reglamentaria y, sobre todo, no olvidaré nunca las palabras de mi progenitor cuando - por fin - decidía quitar las cadenas; “Si quieres saber que es un español, ponle una gorra y dile que vigile algo...”
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