La luz de la tarde, - “esa luz de ensueño y oro que
muere” -, juega al escondite entre las
ramas de los árboles. Brillan las hojas con una manera especial. Hay un
adelanto de primavera en lo más riguroso del mes de enero. Por cierto, la luna
se las anda en el primer cuarto creciente; los gatos en celo.
La brisa es suave; tenue. La brisa es casi
imperceptible. Es una caricia que se agradece en la cara. La brisa hace que el
humo blanco de la quema de l ramón en los olivares sea una cortina de gasa
entre el azul del cielo y el campo.
Un hatillo de nubes corona la sierra. La sierra
caliza tiene un color especial y las sombras forman figuras caprichosas. Otras
sombras, las sombras de los montes de Galupe y del Cerro del
Espartal se alargan sobre los otros montes. Chacharean las luces y las sombras.
Ha pasado una garceta bueyera solitaria. Va a
contramano. Va en busca de otros pájaros para, juntos, pasar la noche en los
eucaliptos del Hoyo del Conde. Su pluma blanca sobresalte por encima del verdor
de las huertas. Canta, no sé dónde, un gallo.
Ya tienen todo su color las naranjas; los limones
pintan a oro nuevo. Una banda de estorninos ha dado vueltas por el cielo.
Buscaban su sitio. Se han posado sobre el nogal del tío Benito. Los estorninos
vienen de echar el día en los olivares.
Ha pasado un tren. En el frontal electrónico,
encendido, lleva el nombre del destino: Sevilla SJ. El maquinista ha hecho
sonar ese claxon raro que ahora tienen los trenes. No es un silbido agudo como
aquellos de las máquinas de vapor; tampoco es una bocina identificable con otro
vehículo. Todo el mundo que vive cerca de la vía sabe que es el aviso del tren…
Cantan los verderones; hay una sinfonía de
chamarines y jilgueros. Arrullan las palomas; en la lejanía se ladran, unos a
otros, los perros. ¿Se estarán diciendo que el Málaga ha perdido en Sevilla? La
celestina está en flor, pero la que de verdad está preciosa, palabrita del Niño
Jesús, de verdad de la buena, es la bignonia.
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