Los pavos tienen mala literatura. “Eres más soso que
la carne de pavo” le dicen al tío sin gracia, sin chicha ni limoná, al que le
falta media cochura, al que queriendo una cosa siempre, por mor del fario, le
sale otra. Ese niño está en la edad de pavo…
Pavo está, también, el muchacho cuando el amor, el
primer amor, da esos toques con que se presenta una noche en la ventana y el
mozo arrastra las alas y como está en edad del cambio de voz, entonces pasa lo
que tiene que pasar…
En víspera de la Pascua – de la Pascua de Navidad – llevaban
a la ciudad desde del campo los pavos en piaras. El pavero portaba una caña
larga y seca. Cuatro cañazos al aire o cuando no al propio pavo y la piara se
reconducía al sitio apetecido. Los pavos estaban destinados a mesas concretas,
predeterminada.
En la España de la pobreza eso de comer carne de
pavo estaba reservado a algunos hogares concretos, tan concretos que era
noticia eso de matar un pavo para la Noche Buena. Era la España de muchas carencias y más
apetencias.
Dicen, los que saben, que el pavo vino de América –
en EE.UU al dólar, la moneda todopoderosa – se le llama ‘pavo’. Lo trajeron los
españoles. Se difundió por toda Europa por la aportación de calorías a la dieta
tan pobre de aquellos tiempos.
Hay otros pavos. El pavo real viene de Asia. Su
canto es un graznido entre maullido de gato en celo y mochuelo asustado; el
plumaje precioso. El refranero le augura mal fario. Puede ser lógico. Se las
anda por los tejados y rompe las tejas y caballetes. Tiene voladas cortas.
Es
espectacular cuando abre la cola a modo de vedette de Revistas cuando eran santo y seña de ‘otro’
arte en las noches de Madrid. El pueblo llano no aceptó nunca al que “tiene más
vientos que un pavo real” y el folclore lo cantó con aquello de “échale guindas
al pavo / que yo le echare a la pava…”
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