El hombre siempre iba solo. Con las primeras luces
se echaba al campo. El hombre era de mediana edad, de mediana estatura, de
medianas carnes. El hombre andaba con paso mediano, ni muy de prisa ni lento.
Sabía a dónde iba y a lo que iba.
El hombre los días de lluvia llevaba un gabán largo
y viejo, de un verde descolorido que anunciaba que un día fue nuevo y que era
de ese color. Se tocaba con una gorra y calzaba botas recias. Unas polainas de
cuero sujetas con hebillas le protegían las pantorrillas.
Con un arte especial se colgaba un paraguas,
amarrado con una tomiza por delante, y fijo en la espalda, de modo que llevaba
las manos libres y no le molestaba ni al
andar ni en sus movimientos. El hombre braceaba a media altura.
El hombre solía llevar un cigarro a medio fumar
entre los labios. Era tabaco de picadura. Lo guardaba en una petaca de cuero
ajada y desteñida. Pasaba por delante de la casa, hacía una inclinación con la
cabeza, a modo de saludo y emitía unos sonidos ininteligibles que no llegaban
ser palabras.
Conocía el nombre de todas las yerbas del campo.
Sabía donde se criaba, cuando llegaba la primavera, la mejor manzanilla en El
Hacho, donde había jara que hervida curaba las mataúras de las bestias, donde florecían los mejores tomillos para
echar las aceitunas en agua y qué pozo criaba las mejores árnicas en sus
brocales.
El hombre barruntaba, por el camino que traían las
nubes, si eran nubes de agua o si por el contrario, a media mañana, se
despejaba porque nunca llovía con el levante. Leía en los candilazos de los
anocheceres y por cómo soplaba el aire sabía qué tiempo iba a hacer al día
siguiente.
Sabía cuando era el momento más adecuado para coger
el esparto y el mastranto. Conocía por
su plumaje y por su canto a todos los pájaros del campo y dónde había un encerradero de
conejos…
El hombre bajaba de la sierra a media tarde. Debajo
del brazo llevaba – si era tiempo – un manojo de espárragos. Un día dejó de
pasar aquel hombre…
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