Y, este paisaje – le preguntaría a Dios si no
tuviese un tufillo de insolencia - ¿de dónde te lo has sacado? Y,
Dios que calla siempre, esbozaría una sonrisa y miraría y no diría nada
y se quedaría en silencio y…
Se va la tarde. El sol se hunde en el horizonte; el
día se acaba. Es el fin de la jornada. La luz, la sagrada luz del Sur, por un
rato se echa a dormir y se recupera de trasiego del día. Merece un descanso.
Unas manos de ángeles anónimos han derramado una
sinfonía de colores en esa línea donde el cielo y el agua se unen. Predomina el
rojo; un rojo intenso como el amor imposible, como el amor que se sueña y no se
alcanza, como una calentura grande, como el amor primero…
El sol ya no es un disco de fuego; no deslumbra.
Está entregado. Es un dios de oro derrotado y expulsado del Olimpo. Permite que
se le hable de tú. Está a punto de entregarse. Acecha la noche.
No quiere irse. Hay un último intento. Se refleja en
la arena de la playa, o sea, en esa película de agua que es remisa a unirse con
el azul donde viven los peces grandes y chicos, donde se entierran los sueños
de quienes pensaron en un paraíso al otro lado.
La arena conserva las huellas de unos pasos que
fueron a alguna parte. ¿Sería un hombre solo? ¿Serían los pasos de una mujer
que perseguía sus sueños?
La primera luz
- luz de los hombres - de la noche se ha encendido en el espigón del
morro. El espigón se adentra en el mar. Es osado. Llega a dónde no llegan
otros. Allí romperán las olas cuando se arranquen los temporales de levante y el
mar se ponga bravucón y pendenciero.
Dos hombres lanzan las artes de pesca. Juegan con la
penumbra; la luz se apaga. Saben que a
esta hora las aguas están tibias, templadas. Es una hora propicia para que
piquen caballas, gallinetas, sargos, algún jurel despistado…
Todo está en calma. Un amago de olas mece el azul
oscuro y profundo. Todo está en paz. Y, allá, al fondo, la luz, la luz sagrada.
¡Oh, Luz de Dios…!
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