Cruzó el río por el vado del Álamo. El río iba un
poco crecido y turbio. El agua achocolatada del río cantaba que, en otro lugar,
había descargado un aguacero. Subió por la cañada y antes de coronar la cuesta
giró, a la izquierda, hacia la Loma de Virote.
Desde allí vio como las nubes pasaban de largo por
Sierra Aguas. Eran nubes altas, más cirros que nimbos; blanquecinas, como una
sábana deshilachada y rota. No eran nubes negras, de agua, de paso lento y
pesado como cuando las yuntas de bueyes tiraban de las carretas.
Llegó a la recacha de la solana. Amarró la yegua en
un moño de palmas junto a un majano; la trabó; le redujo más la movilidad. Se
echó la pelliza sobre los hombros, caminó despacio y se alejó hasta la media ladera, en un lugar donde se le hacía
un requiebro al aire.
Acarreó unas piedras; las canteó, las colocó, una sobre
otras, y entre el terreno que lo amparaba y su mañana levantó el puesto. Dejó
una tronera - porque tenía dos cañones - por la que sacaría los cañones de la
escopeta.
Se separó del puesto un trecho ni largo ni corto. Lo
suficiente para controlar al pájaro de la jaula y a los que le entrasen del
campo. Buscó una piedra plana. La puso sobre un pequeño montículo para darle
elevación…
Volvió a donde había dejado la yegua. Sacó de uno de
los cujones del serón la escopeta y la
jaula con el pájaro. La jaula estaba cubierta con una sayuela para evitar la brega
del animal. Era una jaula de puesto. La puso sobre el tanto; la descubrió y la
camufló con retamas, matagallos y mastranto.
Armó la escopeta y esperó. Se levantó un poco de
brisa. Pasaron volando unas palomas, a contramano, y muy altas. Vio como se
levantaba una alondra. El pájaro de la jaula se arrancó; le respondió el campo.
¿Ahora? Se enzarzaron en una greña reñida pero no acudían. Aquella tarde no entró ningún pájaro…
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