Había que verlo para creerlo. Eran de otra madera; tenían
pasta especial. No había apuntado el alba, y ya estaban en el andén del tinado,
echándole la pastura a las vacas. Paja y sebo. Eran hombres con la cara cortada
por arrugas profundas y manos encallecidas.
Del pajar, que olía a era trillada, sacaban una, dos, tres
espuertas de paja; luego, con la mano vuelta un espurreo de grano molido y
pulverizado. Las vacas lamían el sebo con la lengua larga y con puntitos como
incipientes papilas – que yo no sé si las vacas tienen el sentido del gusto- gustativas;
dejaban las granzas.
Con la primera luz, se hacían, las yuntas al campo. Del
establo salía vaho caliente. Brillaba el lucero…; sobre las tapias cantaban los
gallos. En la besana de surco largo y profundo se uncía la yunta. La vaca más
díscola, embragada; la otra, ayudaba a reconducir la labor.
Presumían de tener los mejores frontiles con filigranas bordadas.
Todo era pura artesanía… Araban las yuntas con paso cansino y acompasado. Se
hundía la reja; la mano sobre la mancera, la aguijada, de punta afilada, daba
el toque, sólo el toque oportuno para llevar el ritmo preciso, exacto…
“Si el Hacho se pone la mantilla, suelta los bueyes y vente a la villa”. Entonces, si el día
abría en agua, era cuestión de volver a la casa. La tarde - porque la gente del
campo siempre hace algo - se empleaba en majar esparto, hacer tomiza, sacar los
tinados…
Eran de otra madera. Hechos al frío, al viento, a la lluvia,
a sol que abrasa… Eran duros como la madera de encina hecha arado, como la
mancera empuñada, como la garganta
hundida hasta las orejeras, como el enjero y las lavijas…Crujían pero sin
romperse. Eran hombres que apuntaban a otros cielos.
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