“San Yago montó su
potro/ y San Marcos en su toro; / San Antón en su marrano / y San Francisco en
su lobo”. Así lo contó Fernando Villalón, en su ‘Oración de San Antonio;
así se lo digo yo…
Dicen que San Antón fue un eremita de un lugar tan lejano
como Egipto, que pasó por Alejandría, Constantinopla y algún que otro lugar de
Francia (sus cenizas, claro) y que, en media Europa, y parte de América, se le
venera como un santo protector de animales.
Al santo se le atribuyen muchas cosas. “Con pan y vino, se
anda el camino”, cuenta el refranero. En este caso, con olla y vino… y todo lo
demás. Es costumbre que, por estas fechas, - 17 de enero, días antes o días
después – “porque hasta San Antón, Pascua es”, se guisa una olla grande con
grasas, hortalizas y legumbres. Arrecia el invierno, hace frío y ya se sabe...
la gastronomía siempre al quite.
Carlos Cano cantó aquello de “a la cena de las monjas”. La
cosa iba más por dulces reposteros de convento que por ollas recias y
reconfortadoras. No veo yo a esas beatitudes angelicales, encerradas tras un
torno, dando cuenta de una olla como estas.
A San Antón lo muestra la iconografía con un cerdito a sus
pies. “Del cerdo hasta los andares”, así que a la olla si le faltaba alguna
bendición - que no le falta - pone como santo y seña al de las cuatro patas y
el rabito rizado.
“Mirad que entre los pucheros y las ollas anda Dios”,
escribió Santa Teresa y si tan alto Señor se las anda entre fogones y aguas
hirviendo y todo lo que en ella se echa y cuece, ya me dirán ustedes que debo
opinar yo ante tan magno misterio. ¡Qué aproveche!
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