Estaba la mar, esta tarde de invierno, en calma. Había yates
anclados en el muelle de levante. La gente tomaba el sol por el puerto: paseaba;
otros, merendaban en las terrazas, madres con carritos, parejas asidas de la
mano y sueños. Muchos sueños por lo que vendrá no sabemos cuándo.
Ya no está el silo que derramaba granos de trigo ni palomas
picoteando por el suelo. Desde lo alto de un mástil, una gaviota, -¿será la
paloma de Picasso de la que hablaba el Maestro?-, otea todo lo que es suyo. Un
suave mecido rompe la quietud de los yates.
“Custom”, “Estrella del Sur”, María Teresa”, “George town”…
casi se dan la mano. No es posible, las amarras a los malecones lo impiden.
Bajadas las velas, un entresijo de cables forman esperpentos desnudos. Ondean
el pabellón en cada popa.
Junto a la estación marítima el Juan J. Sister espera la
hora de partir. Melilla queda enfrente. Ya no es aquella Melilla del Barranco
del Lobo donde “hay una fuente que mana / sangre de los españoles que murieron
por la Patria”.
Es éste, el mar de Ulises, el de las sirenas encantadoras;
el mar de Manuel Alcántara por el que ve los barcos venir, desde su balcón en
el ‘rincón del Rincón’. Es éste, el mar de la cultura nuestra. Todo está un
poco, sólo un poco más allá, en el espacio y en el tiempo.
El mar, ahora, como yo lo veo, es un atlas sin pupitre que
lo sostenga. En los mapas, cuando era niño, el mar siembre era azul; en la verdad es eso y algo más. Se refleja la
luz. La ciudad, le da la espalda. Se esconde detrás de palmeras desmochadas y
árboles pelados del parque; desde lo alto, mira Gibralfaro. Me pregunto ¿sabe
alguien a dónde llevan los caminos de la mar?
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