Lo leí en la prensa (El País, domingo, 1 de diciembre), que la ciudad, a tiro de honda del Vesubio y,
a donde llegan las brisas del mar de Ulises, se cae, a pedazos, por abandono,
robo, desidia, pillaje y toda la corruptela que la poca vergüenza humana es
capaz de atesorar con avaricia.
El año 79 el Vesubio arrasó las ciudades de Pompeya y
Herculano. La proximidad del volcán y, otras cosas unidas a una erupción casi imprevista,
se las llevó por delante. Aquello - contra la naturaleza no ha nada que hacer-
parece que fue lo que tenía que venir.
Lo de ahora acontece por otros motivos. Hablar de la clase
política y sindical de otro país cuando, en el nuestro, tenemos la abundancia
de cosecha que se nos ofrece pues como que no. Si aquí somos ya maestros; allí,
doctores.
Recuerdo el último viaje a Pompeya. Nos levantaron de
madrugada. Mes de julio; calor agobiante. Cientos de autocares esperaban cita.
Colas que no avanzaban: turistas y más turistas. Me meto que muchos no tenían
ni la más remota idea de donde estaban. Daba lo mismo. Una foto y, luego,
contarlo.
Pompeya estaba - y está - frente a Capri. Por su mar, de
aguas azules y muy profundas, Ulises pidió que lo atasen al mástil del barco
para no escuchar los cantos de las sirenas que adormecían a los marineros y los
llevaban a la muerte.
Ahora, a Pompeya, la arrastra hacia la muerte de la
destrucción otro canto. El que proporciona el dinero. Es más pernicioso, más
avieso y con más mala leche, mucha más que el Vesubio. Al tiempo.
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