He subido al Hacho en
día de aire y cielo azul. Arriba todo es inmenso; a sus pies, abajo, el río
busca la mar… Un poco más allá, casi en el límite verde de las huertas, rastrojos
secos. Entre la huertas un puñado de casitas blancas, tiradas a voleo, como
quien siembra, en sementera temprana, y nacen, un año seco como éste,
bienvenidos.
Lejos, muy lejos, el mar. No se ve; se intuye entre la
bruma. Los fenicios hicieron de este mar una calle amplia para sus naves que iban
y venían; por él Grecia nos mandó la filosofía, o sea el amor al saber; Roma,
el Derecho. De Judea, vino el cristianismo.
Este mar, leía el
otro día, tiene un solo punto de unión. ¿Uno sólo? Me quede desconcertado. ¿Fenicia? ¿Grecia?
¿Roma? No: Abraham. Del padre Abraham nace Ismael y, de ahí el mundo islámico; del
padre Abraham viene, también, Isaac, y de ahí del mundo judío. Abraham padre de
los creyentes. De las estrellas que se multiplican en la noche y, de ahí, el
mundo cristiano.
La noche mágica de la Nochebuena marca un punto en muchos
hogares de occidente. Se han adornado las calles –algunas, Málaga por ejemplo
con huelga en la recogida de basura, incluidas -, a los salones de las casas han
llegado abetos de plástico y bombillitas de China. Se infunde un espíritu donde
hay que ser feliz por decreto, comer por decreto, hacer llamadas telefónicas
por decreto…. “Ande, ande, ande la Marimorena…”
No está la cumbre en silencio. Azota los oídos el viento y
hace que tenga un zumbido constante, monocorde, racheado. Pasan aviones:
enfilan pista. Casi se toca el aeropuerto. Van en línea recta. Descenso
programado para terminar, tangenciales, en la tierra, que no es la ‘prometida’;
es otra tierra.
Decía don Miguel de Unamuno que en las montañas él se sentía
a gusto con las cumbres de su alma, y pensaba en las llanuras de su espíritu.
Concluía don Miguel afirmando que allí, en la cumbre: “el sol nos ilumina los
más escondidos repliegues del corazón”. Y si lo dice don Miguel…
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