Como a media tarde, se echó, el otoño, la solapa del abrigo
–de la gabardina para precisar más- hacia arriba, se puso el sombrero y se
vistió ropa nueva, o sea, nubes que entraban desde poniente. Se presentó en la
calle, a modo de lluvia, ‘caleaera’
y, en ocasiones, racheada por un aire revuelto que no se quería perder la
ocasión, y lo llenó todo de encanto.
La tarde no era tan bella como Ingrid Bergman, ni tan
misteriosa como Humphrey Bogart en ‘Casablanca’ pero se puso preciosa. Me
encerré, como otras veces, en el refugio interior, y escuché en silencio. El silencio
de Dios es el que más habla y como los hombres estamos tan llenos de ruidos, tiene que enmascarase para que lo
notemos más cerca.
Todo era íntimo y recoleto. La tarde se iba de la mano con más rapidez que otras,
en las que el sol dice, que se acaba el día y pensé en San Juan de la Cruz y
casi hallaba la respuesta a la pregunta: “¿Adónde te escondiste Amado…?”
Y la respuesta estaba
al otro lado de los cristales de la ventana, y yo casi sin enterarme…
Enfrascado en lo de cada día: “la Guardia Civil registra…”; “Alaya vuelve a
imputar…”, “Ojalá os muráis los que habéis matado a mis vecinos…” Tal cual
usted lo lee, lo he copiado… De verdad, ¿estamos bien de la cabeza?
Cerré los ojos y escuché cómo caía la lluvia. Dice el hombre
del tiempo que va a estar por aquí – la lluvia, claro- poco, que para mañana ya
se va, y que sólo dejará algo para que broten las sementeras y las hormigas
alúas salgan a la orilla de la carretera, y tengan alimento los pájaros
insectívoros.
Me quedo con el campo, con esa lluvia que se ha presentado
esta tarde, con el carbonerillo que cantaba esta mañana en el cañaveral del
arroyo. Y con aquel avión que arrancaba en la niebla rumbo a París. Dice mi
amigo José María que ser humano, no tiene arreglo. Voy a tener que darle la
razón. Pero, y si por un casual, digo yo, ¿se parasen a escuchar el silencio de
Dios?
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