miércoles, 23 de octubre de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El lantero







Años de posguerra. España se recuperaba a fuerza de sudor, mucho luto y más hambre de unos años que todos querían – casi todos, otros no podían – olvidar. En muchas casas faltaba gente que no tenía por qué faltar, pero no estaban. Algunos ya no vendrían nunca más.

España comenzaba una reconstrucción de casi todo. No había de nada. Se carecía de lo esencial. No sé qué ministro se atrevió a decir que las competencias de su Ministerio tenían que ser las primordiales. Cuentan que entres los asistentes se hizo un silencio tan grande ante la torpeza, que ‘resonó’ en toda la sala.

Emprenden la tarea. Las comunicaciones iban de la mano de las carreteras y del ferrocarril. Reconstruir lo hecho añicos, reformar lo que era más que necesario y, en algunos lugares, algo tan obvio, como asfaltar la carretera que eran caminos terrizos.

Los que trabajaban en la ‘obra’: picapedreros, ‘técnicos’ que llevaban la máquina que esparcía aquel líquido negro derramado sobre la capa de piedra que, con anterioridad, una vez extendidas, una máquina con una rueda enorme se encargaba de dejar más o menos uniformes. Lo llamaban alquitrán.

Un poco más avanzado iba la cuadrilla encargada de rociar el árido. Un camión lo vaciaba en la orilla de la carretera y con una porra y un palo flexible los partían en cascos. Luego, una recua de borriquillos famélicos lo trasportaban, en serones, hasta la avanzadilla del tajo…

Encabezaba siempre la reata un borriquillo al que llamaban el lantero. Ese delantero al que todos seguían era el responsable de llevar su carga y guiar a los demás al lugar preciso. El animal tenía la lección aprendida. No daba un paso más del necesario para dejar allí la carga.

Estos días convulsos que nos atosigan y preocupan están dejando en evidencia muchas carencias. Oímos con frecuencia expresiones de que sobra mediocridad y faltan líderes. A lo mejor no nos queremos dar cuenta que dos borriquillos – casi  desconocidos para muchos- han sido providenciales. Uno “pequeño, peludo, suave, todo blando que parecía de algodón”, aportó, ternura. Su creador lo llamó Platero; otro, del que descocemos el nombre  hacía lo preciso para llevar la carga al tajo… ¿Nos estarán faltando los dos?




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