El tren llegó con las primeras
luces del día. Primero, en la lejanía, el foco potente de la máquina se abría
paso entre la bruma del alba. El tren parecía que estaba parado. No avanzaba.
Lo hacía ya con tanta lentitud que tardaba una enormidad…
De pronto una nube de vapor
envolvió a los que, en el andén, de la estación esperábamos a los viajeros que
llegaban. Éramos, por un momento, fantasmas surgidos de la niebla. El tren se
paro; se disipó el vapor; se abrieron las portezuelas de los vagones.
Al principio, la gente bajaba
despacio. El andén se ocupaba poco a poco. Cada vez más gente salía de su
interior. Todo era un murmullo opaco, compacto; luego, voces. Gritos que se
entrecruzaban. Había gente que esperaba a otra gente; a otros, no los esperaba
nadie. Emprendían el camino de salida…
Y, entonces, apareciste tú. Te
vi. Bajabas con lentitud. Un abrigo beig
abierto; una camisa blanca con flores grandes, y un sombrero a juego con el
color de la ropa. Tus ojos traían cansancio. Se veía que no habías dormido, o
si lo habías hecho había sido a duermevela, sin que el descanso se hubiese
impuesto al traqueteo del viaje…
Dejaste sobre el suelo la
maleta. Una maleta mediana de piel oscura. Avanzamos. Te quedaste parada
esperándome, y entonces con un impulso te lanzaste sobre mi cuello. Te
abrazaste; nos abrazamos. Giramos sobre un eje vertical que iniciaba una nueva
vida. Para mejor facilitar el giro doblaste la pierna izquierda por la rodilla
y entonces… fue entonces cuando los dos comprendimos qué era eso de ‘volver a
empezar…’
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