8 de
octubre, martes.- Esta tarde he hablado con los Weistilifenbach. Tienen una
casa en el campo cercana a la mía en los Aneales, al otro lado del arroyo.
Pasaban por camino. Daban su paseo vespertino. Son muy metódicos. Cada día,
cuando cae la tarde, aparecen por el camino. Delante siempre viene el perro. Es
algo así como el pregonero que anunciaba que se acercaba, en la inminencia, el
cortejo.
Cuando
los veo venir recuerdo aquello que se contaba de Kant, que la gente ponía el
reloj en hora al doblar la esquina. Los Weistilifenbach, cuando les llegó la
jubilación, cambiaron las cercanías de Colonia, a orillas del Rhin, por el aire
tibio del sur, en los Aneales, cerca del arroyo del Sabinal.
“Soñaba, me comentó, en cierta ocasión, la
señora, con este día”. La señora Weistilifenbach es retraída y prudente. Bajita
de estatura, delgada, tiene algunas arrugas en sus mejillas; el pelo lacio y
con canas que no se cuida. Apenas habla.
Solo lo preciso, lo necesario, que hace, que pueda existir, comunicación entre
dos personas. Algunas veces, yo le pido permiso y le regalo una rosa, fresca,
recién cortada. Siempre me lo agradece con un “¡oh!” y una sonrisa.
El
señor Weistilifenbach no es ni alto ni bajo. Tiene una calvicie que le afecta a
toda la parte superior de su cabeza. Suele llevar una vara delgada que agita,
como una batuta, en el viento. Me ha
comentado las recientes elecciones alemanas. “El gobierno alemán, me ha dicho,
no podrá cumplir lo que ha prometido”, y agregó: “pasarán quince o veinte años
para que Alemania recupere el estado del bienestar que tenía”. Las
aseveraciones del señor Weistilifenbach son
escuetas, veraces y punzantes.
Mientras
intercambianos las palabras, de pie, en el camino, pasa una banda de grajillas. Graznan. Emiten
sonidos que se pierden en la tarde. Subieron esta mañana temprano camino de los
olivares. Aún la aceituna verdea y todavía no tiene el color morado que tanto
gusta a estos pájaros. Las grajillas ponen una nota negra en el pentagrama del
cielo. El sol, ya muy bajo, se esconde por detrás del monte Redondo, pero aún
queda una pincelada dorada en las cumbres de El Torcal, y algunas moras en los
zarzales de la vereda…
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