Don Juan era galán, guapo, apuesto y sin vergüenza (“en
todas partes dejé / memoria amarga de mí”). Doña Inés, joven, bella, mosquita
muerta y monja. Fruta de lo más apetecible. Pirulí al alcance de algunos
privilegiados que, más espabilados, llegaban a donde otros soñaban, pero no se
atrevían.
Zorrilla recopiló algo esbozado muchos años antes
por Tirso de Molina. El fraile mercedario, enigmático, dramaturgo enorme era
conocedor de sí mismo y de la condición de otros hombres. Zorrilla, con Don
Juan Tenorio, puso el listón muy alto; a los gustos de la época.
El doctor Marañón al que ahora algunos progres de
barrio no le perdonan ni su capacidad de trabajo hizo, sobre la figura de don
Juan, un estudio espléndido, ponderado y exhaustivo. Lo dejó todo muy clarito sobre la figura de ese
hombre que no aspira la mejor rosa de la rosaleda; se conforma con las
margaritas del camino.
Han cambiado los tiempos; los gustos, también. El
teatro ya no representa ni el Condenado por desconfiado ni el Don Juan Tenorio. La monja mojigata que
espera detrás de la reja o el asalto a las tapias del convento ya no existe. Los
conventos, tampoco tienen ni rejas ni
tapias.
Del otro lado del mar nos ha venido una moda – de
muy mal gusto, por cierto – a la que llaman Halloween. Hacen una combinación
con calabazas, arácnidos, calaveras y evocaciones de la muerte. Les parecía
poco. Ahora – la estulticia humana no tiene límites – hay quien se viste de
payaso, y se dedica a asustar a la gente.
En mi pueblo cuando la iluminación callejera se
limitaba a una bombilla tristísima en la esquina de la calle, los ‘fantasmas’
obstaculizaban el tránsito de la gente temerosos de ser descubiertos en sus
aventurillas de amores.
Una vecina de cuando yo era muchacho cumplía años el
Día de Navidad. La felicitábamos: “que cumpla usted muchos años más”: “No hijo,
repetía, a mi edad de uno en uno, que la muerte sabe a todas las casas”. Se
salió con la suya, un año ya no acudimos a felicitarla.
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