Es la eclosión de la luz; la fuerza de lo blanco;
colorido que arrebata, empuja y hace que
se escondan los otros colores. Es mediterráneo y valenciano; es perfume de
flores que no se ven pero se presienten.
Joaquín Sorolla se trajo de Valencia, porque Sorolla
era valenciano, toda la luz que fue capaz de encerrar en su alma de artista. A
los dos años, huérfano. Lo crían sus tíos. No tiene vocación de cerrajero –
profesión de su tío - . Su tío ve que lo del niño es la pintura; lo deja volar.
Joaquín Sorolla viaja por Europa. Se instala en
Madrid. Desde muy pronto el público – el mundo del arte, también – lo valora
como lo que es: alguien excepcional. En 1883 se encuentra con Velázquez en El
Prado; en 1888 hace el gran descubrimiento de su vida: Clotilde; Clotilde
García, su mujer. Alguien dice que es la mujer más ‘retratada’ de España.
“Pintarte y amarte, eso es todo ¿te parece poco?”
Clotilde es su pasión. Le da soporte emocional y,
además, le quita de la cabeza las cuitas económicas. Es su marchante, la
administradora de los bienes porque Sorolla gozó, a diferencia de otros
artistas, de estabilidad económica. Se hacen un palacete, General Martínez
Campos 37, Madrid, en el que vivieron y
él trabajaba.
El contacto con la Hispanic Society of America le
encarga una colección de grandes cuadros sobre España. Trabaja duro; deja en la
impronta de su pintura a personajes de una España profunda y real; de una
España desconocida para muchos pero no para él que recorre, palmo a palmo, su
tierra.
Sorolla quiere llevarse consigo, a su casa, el
embrujo de la Alhambra con sus mirtos y arrayanes; los mosaicos de Sevilla; y
el perfume de Valencia. En el jardín de
entrada les da cabida a los tres. La muerte le manda el primer aviso trabajando
precisamente ahí. Pintaba a la mujer de Ramón Pérez de Ayala. La hemiplejia le
impide seguir. En Cercedilla, diez de agosto de 1923…
No hay comentarios:
Publicar un comentario