La chica de rojo tiene los años precisos en los que,
en la mujer, todo es bello. Apareció por la esquina de la calle Tablas. Venía
sin prisa; avanzó unos pasos y se sentó en un banco de mármol gris bajo uno de
los plátanos que ocupan el solar del desaparecido convento en la Plaza de la
Trinidad.
Era a esa hora en que la tarde cae, lentamente,
sobre Granada. Una infinidad de pájaros revoloteaban por los pimpollos de los
árboles. Peleaban entre ellos. Los pájaros buscaban su rama para pasar la noche
que ya bajaba por las laderas de la Sierra.
La chica de rojo se sentó con la postura de quien no
tiene prisa. Cruzo una pierna sobre otra; sacó de un bolso de cuero negro un
teléfono. Tecleó unos números. Pasó un tiempo; bajó el teléfono al alcance de
la vista. Volvió a teclear. Y entonces, sí, entonces alguien contestó desde no
se sabe dónde.
Lleva un vestido rojo intenso, vivo; uno de los
hombros al descubierto; el otro, levemente tapado. Calza unas zapatillas de
lona blanca sujetas por una cinta también blanca. La cinta da varias vueltas al
tobillo y se fijan con una lazada primorosa, simétrica; precisa.
La chica de rojo tiene el pelo castaño; unos ojos
expresivos de ese color que sugiere más que dicen y una dentadura perfecta. Se
retoca con unas pinceladas los párpados de los ojos y realza unas cejas
depiladas con mimo, con pulcritud, como quien se sabe dueña de una belleza que
no es común. Tiene unos labios sutiles, finos, ribeteados, también de rojo…
Los últimos rayos de sol daban un toque dorada a las
cúpulas de la catedral. La piedra de Diego de Siloé era de una belleza
inusitada, como lo es la chica que sentada frente a mí deja que pase el tiempo
mientras habla con alguien por teléfono. Cae el agua en un rumor apagado por el
gorjeo de los pájaros. La chica de rojo es un sueño imposible; la chica de rojo se incorporó; sin prisa, cruzó la
plaza; se perdió entre la gente por calle Mesones…
Comprueba que ves bien, querido Pepe. No sería extraño que tus ojos se fueran enganchados en el vuelo del vestido rojo, entre la gente, por la calle Mesones...
ResponderEliminarVienen a pelo los versos de Icaza: "Dale limosna, mujer, / que no hay en la vida nada / como la pena de ser / ciego en Granada"
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