Hay un murmullo de hojas secas en el suelo del
sendero. Las arrastra el viento de levante que se ha arrancado al mediodía. No
van a ninguna parte. Están arremolinadas, desorientadas desde que se bajaron de
las cumbres de las ramas a la realidad del suelo.
Los almeces se cargan de bolitas de sueños de niños.
Diminutas, dulzonas, carnosillas por fuera; huesudas por dentro. Las almecinas
tenían su destino marcado en el túnel oscuro del canuto de caña en las tardes
doradas después de la salida de la escuela.
Se bambolean las granadas reventonas en los pimpollos
de los granados del vallado. Sobrevivieron a los niños que no alcanzaron con
sus manos a las ramas más altas. Querían
hacer cosquillas a las nubes que pasaban para reagruparse con otras nubes que
se alejaban por las crestas de la sierra.
Retornan los estorninos al campanario. Son los estorninos de siempre; los de todos los
años. Ya se saben el camino de memoria. Vienen de los olivares. Las
aceitunas están moradas de pasión, ahítas de aceite. Esperan
vara y recogida y el camino del molino… donde la piedra extrae su esencia.
Se para la brisa en la crestería del tejado; en el
alféizar de la ventana… ahora, anochece antes; ahora, la tarde se alarga dulce,
placenteramente. Todo se viste de oro viejo y las palomas regresan antes al palomar.
Picotean las bisbitas detrás de la yunta. Ofrecen un
balanceo monocorde de cola, punteo de
notas únicas en el pentagrama marcado sobre la tierra. El surco abierto es un semillero de insectos.
Afloran del interior caliente y húmedo de la besana larga. Ahonda el gañán con
su mano curtida la mancera del arado en
el barbecho. Avanzan lentas, seguras las bestias; hay un crujir de ejeros, anterrollos
y ubios…
Suenan de manera especial las notas que escribió el
cura pelirrojo. Nos dicen que, de las Cuatro
Estaciones, ésta, la que encierra a Todos
los Santos, y a San Andrés, y que tiene humo de castañas como vaho caliente
escapado de los anafes de carbón de la esquina, encierra la poesía, toda la poesía tiene el otoño…