Sucio, muy sucio. Un abrigo recogido de algún
contenedor de basura, zapatos viejos y raidos; harapiento; los pantalones
caídos; la camisa algún día fue de color. Hoy no se sabe cuál. Tenía una barba
crecida desde hace mucho tiempo.
La tarde estaba soleada. No había brisa. Las ramas
de los árboles, desnudas, dejaban ver que ya va pasando el invierno. Algunos
brotes están a punto de reventar. Una pareja de palomas torcaces, paradas en
las ramas más altas; un mirlo, confiado; gorriones…
Los niños jugaban en el recinto cerrado. Columpios,
unos artilugios por los que trepan y dejan claro que el hombre no desciende del
mono; no. Desciende del árbol, o de todo lo que está un poco más alto que el
nivel del suelo.
Llegó solo. Se acercó a uno de esos artilugios que
coloca el ayuntamiento a modo de fuente. Pulsó el botón; bebió del chorro de
agua clara. No habló con nadie; no le habló nadie. Era un fantasma. Cruzó entre
el gentío. No quisimos verlo. Un suave alivio brotó cuando el hombre se alejo;
luego, se perdió detrás de los árboles.
No tienen sitio en nuestra sociedad. Tampoco lo
tienen los que huyen del horror. Europa - los recibien a palos en algunas
fronteras - acaba de ‘venderlos’ por ‘otras’ treinta monedas. En Alemania, ayer
mismo, ganaban los xenófobos en dos Landers…
Leo, cuando vuelvo, que la tarde del domingo fue un
clamor pletórico de traslados de imágenes. Se vacían los templos. Cristos y
Vírgenes se llevan a los tronos donde dentro de unos días se procesionarán por
las calles.
Ahora, cuando escribo es noche cerrada. Me resuena
aquello de porque “tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de
beber; estuve desnudo y me cubristeis; enfermo y….” Y todo eso que sabemos, más
o menos bien.
Les decía. Hace rato que llegó la noche. El parque -
el parque de la Quinta de los Molinos - ahora está sumido en la oscuridad.
¿Dónde va a dormir ese hombre esta noche? Madrid sigue inmerso en el ruido que
no cesa en las grandes ciudades. Hay otros ruidos que van por dentro… Ustedes
perdonen.
“Homo homini lupus” decían los romanos; “el hombre es el lobo del hombre” y no se equivocaban, porque han pasado mas de dos milenios y el hombre lo sigue siendo. Cuando un indigente se acerca, sentimos inquietud y cuando se aleja alivio. Poco importa la causa por la que vive en la indigencia y menos aun, queremos saberla. Simplemente evitamos su contacto, incluso visual. Hay indigentes económicos e indigentes del alma, porque la tienen famélica o tal vez muerta. De la primera puede salirse, la segunda – sin embargo - es vitalicia...
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