Encinasola está a pedir de mano de la frontera. El río Múrtiga
por medio y, un poquito más, solo un poquito más, y ya es Portugal. Encinasola
es la ventana por la que España saca el pañuelo y le dice adiós al sol, cada
tarde, cuando se va camino de América. O sea, Encinasola está en su sitio.
Parece que se empina; sobresale en la Dehesa; se asoma y da
la bienvenida a los que llegan. Recorta en el azul de su cielo la torre de San
Andrés y el caserío blanco y el castillo… Memoria de otros tiempos de
rivalidades entre vecinos.
Otros tiempos, también, fueron los culpables. Desencuentros
y guerras. Gentes de Encinasola acompañan al ejército de los Reyes Católicos.
¿La Contienda? No, otra contienda, en aquella ocasión, contra el Reino Nazarí de Granada.
Primavera, 1484. Un grupo de marochos - ¿por cierto, se llamarían ya marochos las
gentes de Encinasola? – dejan en Álora una imagen como la de su madre: la
Virgen de Flores. Más de quinientos años. Desde entonces – con lo que corre el
tiempo – Ella, allí y aquí.
“A orillas de la Ribera….” Cantaba Jarcha; “Álora, la
barrancosa / la del convento de Flores…” proclama ‘otro’ fandango. Folclore y
amor a la Virgen de la mano; amor de hijos que llaman, a pesar de la distancia,
con el mismo nombre a la Madre común.
Encinasola celebra sus fiestas. Un grupo de perotes, desde
ya mismo, vamos desde dentro de un rato, antes que el sol trasponga por el
Monte Redondo, mezclarán el acento maracho de la ‘elle’ con esa otra manera de
hablar de los perotes.
Y en la calle, en la
orilla… sellarán, una vez más, antes que centelleen las estrellas en lo
alto, el amor de hermanos. Serán unos días de convivencia y de confraternización
y, Encinasola, una vez más abrirá los brazos a los hijos - ¿se fueron alguna
vez?- que retornan a la llamada de la Madre…