Subo al autobús en la Plaza de Santo Domingo. Línea
146; de Callao al Barrio de los Molinos. El autobús cruza un tramo largo.
Recorre ‘varios’ Madrid. Gran Vía, Alcalá, Cibeles; otra vez Alcalá, Ventas;
gira en Alcalde López Casero, se adentra en el Barrio de la Concepción…
El autobús es un vehículo nuevo. Está pintado de azul
por fuera; los asientos, incómodos; el plástico resbala. La gente, cuando se
aproximan a su destino, solicitan la parada; pulsan un botón. La megafonía
interior informan en qué calle tiene la próxima parada; la hora; la
correspondencia con otras líneas…
Me apeo en la Plaza de Barbados. Es una glorieta
nueva. Espaciosa; circular. El centro lo ocupan tres abetos de distinta altura.
Tienen una gracia peculiar; distinta. Le dan un encanto verde y permanente.
Denotan buen gusto en quien los seleccionó y le buscó sitio.
La calle López Aranda arranca en Arturo Soria; cruza
General Aranaz - ¿tendrá también los días contados?- y muere en Miami junto al parque
- ya se han vestido de Primera Comunión algunos almendros - en la Quinta de los
Molinos. Otros árboles, alineados, orillan las aceras.
Los plátanos orientales lo llevan en su esencia. Son
árboles de troncos descascarillados. Es invierno; han perdido las hojas. Sus
ramas son esqueletos recortados en el azul del cielo; esperan la primavera.
La calle tiene varios restaurantes, un quiosco
cerrado, una frutería, un centro comercial, oficinas; en la esquina de Alegría
de Oria una iglesia. Es una iglesia nueva. Es la parroquia de Cristo Sacerdote;
solo está abierta en las horas de culto.
El centro de la calle es un pequeño jardín. Está
sembrado con evónimos a modo de setos. Recortados; no tienen flores. A trechos,
en torno a un olivo, han creado pequeñas plazas circulares, coquetas, casi
intimas. Es un lugar apropiado para sentarse a leer un rato cuando hace sol.
Al mediodía un grupo de trabajadores de construcciones
cercanas toman el almuerzo. Hablan una lengua desconocida. En otro banco
dormita un mendigo. Está harapiento y sucio. En el suelo, a su vera, está
echado su perro.
Gorriones; una paloma torcaz…; entre los setos
picotean los mirlos. Recojo la maleta, un par de trasbordos de Metro, Atocha-Renfe.
Homero Macauley sabe que vuelvo a Ítaca…
Ayer, te decía, que te estabas despidiendo y hoy, parafraseando a Don Miguel, en su carta al conde de Lemos, te digo que tienes “puesto ya el pie en el estribo”. No sigo con la cita, porque tu no estás - como él lo estaba - “con las ansias de la muerte”, aunque, estoy seguro, que no puedes evitar una cierta amargura – como a muchos nos pasa - al dejar Madrid. Tu suerte, Pepe, siempre te lo he dicho, es que - como Ulises – tienes una Ítaca donde te esperan. ¿Y que será, querido amigo, de aquellos que no tenemos esa Ítaca adonde ir...?
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