Dicen que el Albayzín se hartó de vivir en Granada.
Dicen, que como la Alhambra y él se hablaban de tú, desde hacía tanto
tiempo, un día cualquiera, como esos
niños traviesos que se llenan la cabeza de aventuras, no se lo pensó dos veces,
hizo un petatillo y con lo puesto… se vino a vivir a Álora.
Buscó sitio. Recorrió el pueblo. Se las anduvo por
La Chozuelas, chorreo de cal blanca, como estrellas deshilachadas de una Vía
Láctea al alcance de la mano. Siguió camino; bajó al Palomar, como una paloma
blanca, - ¿como la que cantaba Antonio Molina? Sí, como esa - desde la calle
del Viento a…
Luego se fue al Cerrillo de Poco Pan; recorrió el
Bajondillo, - suspiros hondos que buscan el cielo azul -, y subió por la calle
Negrillos y miró cómo ahora la cruz en El Hacho reluce más pulcra desde que,
hace unos días, ‘los perotes por la perosia’ decidieron darle una manita de
pintura.
Cruzó la Plaza. Miró al Barranco y se dijo: aquí me
quedo. Callejeó. Subió por la calle Ancha - estrecha en la noche de Jueves Santo cuando
baja el Barranquero - y miró al río y a la vega y recordó los
versos de Federico: “por el agua de
Granada solo reman los suspiros”…
Y vio cómo una tarde de primavera la calle reverbera
de cal y de luz; pone colgaduras moradas en los balcones y flores. Claveles y
geranios rojos y flores amarillas; muchas flores. Y vio a una mujer morena que iba sola. Era
una mujer de mantilla, medio tacón y vestido negro. Hasta la sombra del farol
se asomó para verla…
Y se acordó
de otra mujer. La cantó un poeta, un hombre que fue pobre, como muchos hombres
del barrio. Escribió: “una mujer morena,
resuelta en luna / se derrama hilo a hilo, sobre la cuna”. El hombre se llamaba
Miguel.
Y, entonces,
fue cuando se dijo, desde hoy, tendré dos casas: una en Granada, entre el Darro
y las estrellas; otra, en Álora… La verdad, que no fue así, pero ¿a que pudo
serlo?
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