La escuela era un lugar inmundo. Bueno, la escuela; no. El edificio que albergaba la escuela era
lúgubre, maloliente y oscuro. Olía a orines de niños en el patio y a humanidad
mal lavada.
El edificio había sido un hospital de beneficencia.
Es decir, un hospital de pobres donde acogían a los menesterosos que no tenían
a nadie; a los desahuciados que esperaban turno para llevarlos al hospital; al
hospital de verdad que estaba en la ciudad.
La escuela estaba junto a la iglesia, al pie del
campanario. Desde las clases se escuchaban las campanas en lo alto de nuestras
cabezas. Las campanas tocaban varias veces al día: a misa, temprano; a tercia; si
había un entierro tocaban a muerto y, al mediodía, llamaban al rezo del
ángelus.
Entonces no había termómetros que anunciasen las
temperaturas en las puertas de las farmacias. Aquel mes de febrero se presentó
soleado. El sol a partir de la mediación de la mañana calentaba. Buscaba, como
decían los hombres del campo, la sombra el perro.
El ‘Madreaguas’ - Pepe Gutiérrez - era un muchacho
espigado; pero, no nos sacaba, a todos,
un par de palmos por encima de la cabeza. Vivía en una calle cercana a la plaza,
y no lejos de la escuela. Por la calle donde vivía “el Madreaguas’ se iba a la
estación, y un poco más allá, al río.
Una mañana no vino a la escuela. Los niños por aquel
tiempo faltaban muchas veces a la escuela. Cuando los niños salían de su casa y
no llegaban a la escuela, entre nosotros, decíamos que habían hecho la
‘rabona’, o que se habían ‘escapado’.
A la hora de salir, o sea, un poco antes del
mediodía, ‘el Madreaguas’ apareció por la puerta de la escuela. Traía los pelos
mojados. Se había dado el primer ‘toleo’.
Lo vimos por la ventana; el maestro, también. Lo llamó. Entró atemorizado. El
maestro descargó sobre él las iras de todos los dioses desbocados.
Nosotros vimos y escuchamos: “y, si alguno quiere
cobrar también, - dijo, en voz alta, el maestro - que se vaya al río; aquí tiene la penicilina
para el resfriado”. Nadie habló; nadie se movió, pero desde aquella mañana ‘el
Madreaguas’ fue el héroe más grande que había en aquella escuela, inmunda y
maloliente, y donde se escuchaban las campanas que tocaban a muerto.
La escuela donde aprendí a leer, no olía a orín, ni sonaban campanas cerca, porque estaba en el campo. Era, la primera planta de una casa de labranza, adaptada a escuela, en cuyos bajos vivía la maestra. Doña Remedios, siempre tenia buena salud, ni un catarro suspendió jamás su labor y su pequeña y enérgica figura, abría cada mañana puntualmente la puerta para subir al aula, lo que había sido el granero, donde aun estaban las trojes del grano. Nunca tuvimos un héroe, porque ella lo sabía todo de todos y se anticipaba a nuestras “jugadas”. La única heroicidad posible, era que te llamase para ayudarle a repartir la leche y el queso – cuando lo había – de la “ayuda americana...”
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