domingo, 30 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La red

                                              

Los muchachos que eran primos coincidieron en la casa de la abuela. Compartían unos días de vacaciones de verano. Vivían lejos el uno del otro, pero el encuentro siempre era motivo de mucha alegría y de compartir todo lo que había, que no era mucho salvo las ilusiones de una aventura.

El campo siempre ofrecía según qué tiempo algo que no daba en otras fechas. De los dos primos, el mayor era el líder. El otro, por edad y porque su primo mayor sabía más que él de muchas cosas, siempre lo seguía.

Aquel día idearon poner una red para pillar pajarillos. Buscaron la red que estaba en el trastero, que en casa de su abuela, se llamaba ‘San Sebastián’, por lo fresco que era en verano. En el trastero todo estaba revuelto aunque las cosas estaban en su sitio: varias orzas con tocino salado, el lebrillo de la matanza, un pilón de aceite, trojes donde vaciaban el trigo cuando, en costales de lona, lo traían de la era…

Había un par de bieldos, rastrillos, cuatro cribas, una pala de aventar y varias escobas de ramas. En el techo había una trampilla que siempre estaba cerrada y por donde se subía al palomar. Los frontiles de la vacas con los espejitos sucios por el polvo colgaban en la pared y dos cencerros gordos que se los ponían a las bestias, de noche, en las rastrojeras de verano.

Los muchachos lograron desenmarañar la red. La montaron; no tenía troneras por donde pudiesen escapar los pájaros…Todo estaba a propósito desde de la última vez que se había usado. Bajaron a la cañada y buscaron un ‘aguaero’.

 Hacia ‘arriba’ la cañada se estrechaba, había muchas adelfas y además pasaba la gente con bestias; el cauce se encajonada, apenas tenía un tramo recto, y el primo mayor que sabía más de esas cosa dijo que aquel sitio no era el propicio.

Encontraron que por otra cañada menor que confluía bajaba un hilo de agua. Encinas, por la margen derecha; retamas y olivos viejos, por la izquierda. El sitio apropiado. Con troncos secos y leña hicieron el cobertizo para el camuflaje…


Se levantaron de madrugada. Los muchachos sintieron el frío de la madrugada. Cuando clareaba se arrancó el campo. Era una sinfonía de pájaros cantando. Clareaba el día; luego todo era luz; comenzó la calor. No entró ni un solo pájaro a beber. Desilusionados, media mañana, contaban la experiencia…

sábado, 29 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El Baeci

                                             

El personaje queda muy lejos en el tiempo. Tan lejos que su nombre es un recuerdo en un pago rural o un encuentro de los historiadores hurgando en los papeles viejos. No sabemos casi nada de él. Se le puede suprimir, sin miedo, el ‘casi’.

Fue alcaide del castillo de la Torres. Vivió a finales del siglo XV. Tiempos de luchas y temores; la guerra muy cerca. Traiciones, abandonos y, luego, nunca más se supo de cómo pudieron ser sus días finales.

Las tierras de El Baece recibieron por Alí ben Falcun el Baezi ese nombre. Penúltimo alcaide de castillo. (Hamet el Cordí, entrega las llaves que sí es el último; el primero cristiano, Diego de Vera).
Sabemos, también, que  fue canjeado en 1484 por Juan de Robles, alcaide y corregidor de Jerez de la Frontera, en poder de los nazaríes desde la derrota de la Axarquía. Ofreció un rescate de mil doblas de oro por su libertad. Mucho dinero para aquel entonces.

Sufrió el triste destino del cautiverio y la servidumbre como esclavo de Luis Méndez de Figueredo, alcaide de Morón de la Frontera. Lo vendió, a su vez, a doña María de Acuña, mujer de Juan de Robles (por quien había sido canjeado con anterioridad), su dueña en 1494. En esa fecha se le pierde el rastro. ¿Qué pasó?

El siglo XV es el siglo más importante de la Historia de Álora. Verán. El castillo sufre el asedio de los reyes castellanos; en 1434 muere ante sus muros Diego de Ribera, Adelantado de Andalucía. Su muerte la canta el romancero en uno de los más bellos romance fronterizos: “Álora, la bien cercada”…


Y, ya en el final de la guerra contra el reino nazarí de Granada en 1484 los Reyes Católicos, que según unos fueron buenos; según otros, malos y hay quien opina que ni lo uno ni lo otro, toman la fortaleza cuando termina la primavera de 1484. Se iniciaba un seco y largo verano en la Historia local…

viernes, 28 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La calle

                                                

La calle es larga y empinada; un poco en curva. La calle tiene bancos de hormigón prefabricados solo en uno de los lados. Han sembrado árboles asimétricos – naranjos y cocoteros - y le dan cierto aire de bulevar; no es una calle cualquiera.

Tres mujeres frente a la parada de taxis esperan la llegada de algún vehículo. Están sentadas en uno de los bancos. La mujer más joven  tiene  un chaquetón que imita a cuero; es morena y fuma de manera convulsiva; da caladas profundas a un cigarro; el humo, al viento…

Un hombre con una chaqueta a cuadros entra en el bar. El hombre tiene una barba de varios días. Está desaliñado en la vestimenta; su pelo, rubio,  y sucio. El hombre calza unos zapatos negros; el pantalón es oscuro.

En el bolsillo de la chaqueta el hombre lleva, doblado en varios pliegues, un periódico. Se lee la cabecera: “El País” y algo de la noticia de portada: “Cameron quiere echar a los europeos que en seis meses no logren trabajo…”

En las mesas del bar, junto a la cristalera, un niño pequeño toma un batido; en otra, dos matrimonios apuran sus consumiciones. Son cuatro y no hablan entre ellos. La chica que atiende, vuelta de espaldas caminaba hacia el apartado del mostrador que usan los camareros…
Un grupo de niños incordian con una bicicleta. Hacen piruetas; se persiguen, se esquivan. Han tomado por suya la explanada que tiene un mirador espléndido y que mira al campo. Varios jubilados protestan. Los niños son un peligro…


 La frutería tiene mercancía fresca. Entra por los ojos. Jesús las trajo muy temprano. Clientas en la carnicería; Félix fuma en la puerta; Paco, en su tienda de decoración ofrece mucha calidad, demasiada calidad, para pueblo. Vienen de la panadería – porque en la calle hay una panadería – varias mujeres con bolsas. Hablan, se cuentan, se dicen que tienen prisas; por las apariencias…

jueves, 27 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Días de agua

                                           

Los días de lluvia se levantaba una neblina tenue que avanzaba por el camino. Lo envolvía todo. En el aire flotaba algo diferente a los días claros y de cielo azul. Los árboles empapados chorreaban agua por los troncos; parecían fantasmas.

Para comer en el almuerzo se hacían gachas o migas y calabazas fritas con bacalao. En la alacena se guardaba en un bote de cristal el arrope. Se regaba, con abundancia, el plato. El arrope agregaba, además, del color negruzco, un sabor dulce.

El arrope venía desde el verano. El que no se gastaba se guardaba de un año para otro y, a veces, en el fondo del tarro, ya más cuajado, se formaba  una pasta espesa. Se arrancaba con la cuchara y los niños la relamíamos con la picardía que siempre usan los niños con las cosas que no deben hacerse.

No se salía a la calle y escuchábamos como repiqueteaba el agua en los cristales; luego, el viento ululaba en el tejado. La chimenea escondía algo de misterio y de encanto. Los días de agua, como eran tan pocos, tenían la magia de ser días especiales. Y, si además, nos contaban cuentos de diablos y de brujas…

Con cierta concupiscencia se miraba por el humero por si por un casual el demonio anduviese entre el hollín o tuviese el atrevimiento de asomarse. Nunca tuvimos la suerte de verlo. Se entiende que debía andar – ahora, también – en otros menesteres más interesantes.

En el hogar ardían los troncos. Con la leña mojada costaba encender la candela: primero leña menuda; después, leña recia y se formaba un cisco que terminaba en borrajo. Se caldeaba la casa. Las llamas formaban figuras caprichosas y de muchos colores: verdes, azules, amarillas, rojos, violetas, anaranjados…
Si el agua arreciaba volvían pronto los cabreros; las bestias no salían de la cuadra y a media mañana no se escuchaba el cacareo de las gallinas: anunciaban disponibilidad de ponedero. Parecía como si una calma especial lo invadiese todo, lo llenase todo.


Lo malo venía cuando llegaban noticias de arroyos desbordados; que el río iba salido de madre; que ‘andaban  los jundieros’; los derrumbes de tapias y tejados casi siempre les tocaba a los más pobres. En ocasiones aparecían las tragedias… 

miércoles, 26 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora: Acacias en otoño

                                              

Se han vestido las acacias de otoño. El viento arrastra las hojas;  alfombran el suelo. Los árboles de Madrid le dicen al viajero que por aquí ya se las anda el tiempo de otoño.

El abuelo llegó en el AVE del medio día. Al abuelo para tener el parecido perfecto con Martínez Soria solo le faltó el gallo ‘lorigao’ asomando la cresta por el borde de la cesta de palma y que, además, se escapase en cualquier cruce de semáforos. Pero, no.

El hombre del tiempo anunció que iban a caer no sé cuantos litros de agua. Al abuelo – con su aquiescencia – le colocaron las botas que lleva al campo ‘porque no se mojan los pies’; y un pantalón de pana ‘porque es más recio’ y un jersey de lana que resguarda y el chaquetón rojo enguatado que ‘abriga y no deja que se cale…”

El tren dejó al abuelo, que iba equipado para llegar como menos, un poco más allá de la Laponia, en la estación de Atocha. El abuelo, por lo que hay que andar, diría que casi se apeó en el Cerro de los Ángeles… Y, Madrid con las acacias vestidas de otoño.

El abuelo es un tanto raro. Verán. En un bolso preparó un boliche de clementinas para sus nietos. Atarragó con la maleta y la carga. Tomó la línea 1 del metro, y luego trasbordó a la 7, y después a la 5… (Por cierto, circulaban los taxis, pero el abuelo usó el metro).

Llegó sudoroso a la casa. Dejó el bolso en el garaje… y los nietos – siendo como son tan menuditas, porque no ha llovido en otoño, y por lo de la agricultura ecológica que no usa nitrogenados, y por la cargazón del árbol – sí se ha enterado que en el sótano de su casa había un bolo con mandarinas.


 Dice el periódico que quien ostentaba, hasta ahora, la titularidad del Ministerio de Sanidad no se enteraba de nada, de nada, de nada. El abuelo esboza una sonrisa. Sus nietos apuntan maneras. Nunca llegarán a ese Ministerio. ¡Aleluya!

martes, 25 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Una tarde cualquiera

                                       

La chica salía cada tarde y daba un paseo junto al mar cuando se ponía el sol. Llevaba, a veces, un libro que no leía nunca y una máquina de fotos. La brisa jugaba con sus cabellos. Los cabellos revoltosos se le venían a la cara. La chica dejaba en libertad su pelo…

La chica paseaba junto al mar. Ya lo he dicho. Pero no he dicho que era un camino largo protegido por una empalizada. No se sabía dónde empezaba. Habían aprovechado, en parte, una vía del tren en desuso. El  camino cuando dejaba la vía era tortuoso porque así lo marcaban los desniveles del terreno. Mucha gente iba y venía por aquel camino para dar un paseo largo…

Junto al rebalaje un chico joven jugaba con un perro. Desde la altura parecía un setter con lunares blancos y negros. El perro corría, volvía sobre sus pasos… El chico le lanzaba, a media distancia, chinas redondeadas y limpias que el mar había modelado con el ir y venir de las olas…

La chica se paró. Miró al mar. Era un mar con algo de resaca y  lleno de olas de espumas. Era esa hora en que los colores se tornan dorados. El sol se abría paso entre nubes y se hundía en el horizonte. Primero, un disco refulgente; luego, anaranjado; después violeta… hasta que se lo trago el mar.

El motor de una traíña anunció que la gente se echaba a la mar. No estaba en calma. Las olas traían y llevaban espumas; luego, salió otra, y otra…Hombres frente al mar ¿Cómo se daría la faena? Había un rumor sordo, prolongado. Era el rumor de siempre.


La chica decidió volver a casa; tampoco estaba ya el muchacho que jugaba con el perro ni el cielo tenía el color dorado de antes. Empezaron a subir las sombras. En la altura algunas estrellas; la bruma, en el horizonte. Llegaba la noche…

lunes, 24 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Gañanes

                                                           

El gañan se levantó antes de ser de día. Avivó las  ascuas de la candela que ardían desde la noche anterior y calentó un poco de café en una cafetera de porcelana vieja y abollada. Luego, con sueño y casi dormido sacó de la alacena una talega de morcelina a la que tiempo había quitado color. En la talega tenía preparada la comida.

El gañán puso la talega en las alforjas. Dentro de la talega llevaba tocino, morcilla, un  cuarterón de pan, una fiambrera con tomates fritos…Volcó un cántaro boquino  y saco agua; llenó la cantimplora. Presionó el tapón de corcho; ya no goteaba. Quedó bien cerrada. Luego, con un movimiento mecánico la puso en uno de los bolsillos de las alforja en el lado contrario a donde iba la comida.

La cuadra olía a paja. Flotaba un vaho caliente y los mulos apuraban el sebo de la pastura. En los tiempos de sementera a los mulos se les daba una sobrealimentación: pienso molido de cebada, maíz y sorgo…

El gañán se alumbrada con un candil de aceite. Con un gancho de acero largo removió la torcía que impregnada en aceite ardía más y el pabilo ofrecía más luz. Colgó el candil en un clavo en la pared frente a la pesebrera, donde comían los mulos.

Sacó la yunta.  Amarró los mulos en dos estacas separadas entre sí varios metros. Sobre los cuellos les puso unas colleras de lona recia rellenas con granza de paja. Las amarró por la puntas romas, prietas, una contra otra. Cambió las martaguillas por dos jáquimas de cuero con anteojeras…

Al pasar por el pozo, junto a la cañada, sacó un par de cubos de agua. Bebieron los mulos hasta dejarla sobrada. Arrimó el que estaba aparejado al borde del pilar y de un brinco saltó y se sentó  a horcajadas sobre el aparejo.


Apuntaban las primeras luces del alba. Cuando el gañán llegaba a la besana, entre los terrones del barbecho ya cantaba alguna alondra, entre los terrones del barbecho; recibía la vida que  llegaba con el día. El lucero del alba, por el cielo, muy alto, aminoraba su fulgor…

domingo, 23 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La leyenda de la ciudad con nombre

                     

Es una ciudad junto al mar. En los días claros, enfrente, se ve África. Está al pie de una sierra con abundantes en minerales. Tan abundantes que hace ya mucho tiempo tuvo unas minas – no sé si eran a cielo abierto o cerrado –  de grafito y, por tren, acercaban el mineral a embarcarlo en su puerto…

Es una ciudad blanca, preciosa, de calles estrechas y gente laboriosas. Hace tiempo algunos  vivían de la pesca en las aguas saladas; otros, de la minería – muy pocos – y de la fundición: El Ángel y la Constancia; y, del campo.

Lee Marvin y Clint Eastwood protagonizaron un film que hizo época; Paddy Chavesfki adaptó el guión de un musical de 1951.  ¿Argumento? Van camino del oeste, una carreta despeñada..; acuden al socorro. Al enterrar al único muerto aparece ¡oro! Nació: “La leyenda de la ciudad sin nombre”.

Otras tierras; otro tiempo. Llega un aventurero con pasado de nobleza. Encuentra ‘otro’ tipo de oro. Se llama turismo. Campañas internacionales de promoción y viene gente – como  a las minas del western – de todas partes. Famosos; famosillos, tiesos y espichaos de sus pueblos…

El oro del turismo crece y crece. Todo se multiplica. La poca vergüenza, también. Desarrollismo. Cuanto más, mejor. Crece la leyenda de una ciudad con poca ley. El pueblo tiene su parte de culpa. Con su voto lleva al salón de plenos a gente con tripas sin estrenar….

La realidad dice: dos alcaldes, no sé cuantos abogados – ¿se acuerdan, aquel de calva brillante que decía que la Ley estaba para cumplirla? Ese, también – concejales, asesores… en la cárcel. Nómina de prófugos, rehuidos…Mucha literatura; linchamientos. Como en la película,  también una mujer que comparte la ‘gloria’ efímera de uno de la partida…


“Oh, sagrado mar de España / famosa playa y serena…” Escribió Góngora. La leyenda de esta ciudad con nombre, crece: portadas de periódicos y telediarios. La voz ronca de Lee Marvin se pregunta: “sé yo dónde está el infierno?” Hay, quien ya sí se ha enterado. Ah, por cierto, la ciudad tenía  - y tiene - un mar precioso. Le pusieron: Marbella.

sábado, 22 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La vida


                                       


Un día cualquiera la vida da un pellizco en el alma. Puede que en ese momento no se perciba la importancia de lo que acaba de suceder. Es el punto de inflexión. Inexorablemente ese día se ha iniciado la cuesta abajo.

Pasa el tiempo y las cosas se ven de manera diferente. Después, la situación se acentúa. Una profunda melancolía que, a veces, se intenta disimular se adueña de todo, lo llena todo. Están más cercanos  los recuerdos… Dicen que eso es el pesimismo de la vejez.

Acabo de leer: “Aguirre, el magnífico”, Manuel Vicent (Afaguara). Me lo recomendó Barbeito. Excelente biografía del segundo marido de doña Cayetana Fitz-James Stuart a quien Sevilla acaba de despedir entre mucho llanto y más cariño.

Cuando he terminado la lectura me ha quedado el sabor y regusto amargo de quien se siente engañado. ¡Qué quieren que les diga! Tenía otra imagen del editor de Taurus, del jesuita rojo de homilías encendedoras en la progresía madrileña… Y, es que la condición humana tiene poco arreglo.

Leo en la prensa que el ex primer ministro portugués, José Socrates ha sido detenido. ¿Delito?: presunta vinculación con fraude fiscal, blanqueo de capitales y corrupción. Venía de París y…

Está muy lejos, muy lejos: “el pueblo unido, jamás será vencido”, o Zeca Alfonso  que había escrito aquello de “Grandola, Villa morena / tierra de fraternidad…” De aquella revolución con claveles en las bocas de los fusiles queda un máximo gobernante camino de la cárcel. Otro más.


Está la tarde gris. Gris de un otoño plomizo que amaga lluvia pero no llueve, de  viento, a veces, racheado y que uno quiere que se lleve muchas cosas. Ya ven: falsos duques de oropel, gente en llanto. No hay esquinas con amigos; al pueblo no se le hace ni puñetero caso. Será que la vida da pellizcos al alma o que uno se va haciendo viejo. ¿O, las dos cosas a la vez?

viernes, 21 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitacora. El Cristo de los gitanos.

                                 

Escribió don Antonio Machado una oración para rezar por la calle. O sea, unos versos bellísimos. “Oh, la saeta, el cantar al Cristo de los gitanos…” Hablaba don Antonio de otro Cristo; un Cristo clavado en la cruz…

Está este Cristo de los gitanos del que hablo hoy en la iglesia del Valle en la ciudad de Sevilla. Viene  la Cofradía  de la medición del siglo XVIII. Es procesión de noche de Viernes Santo.  La imagen, obra de José Fernández,  representa un Nazareno con la cruz a cuestas. Es un Cristo de rasgos morenos, duros, henchidos por el dolor del momento.

Desde un palacio no muy lejano de allí se ha  ido para siempre una Señora con muchísimos títulos. Doña Cayetana hasta ese momento era la más alta representación – incluido el Rey- de la Nobleza de España; devota del Cristo de los gitanos. Ha pedido que la entierren allí. Junto a Él han depositado parte de sus cenizas.

Hay otro Cristo de los gitanos. “El Manué”. Recibe veneración y culto en la parroquia de los Santos Mártires de Málaga. Conforme se entra por la puerta principal, a la derecha, en una capilla muy barroca. El “Manué” es obra Juan de Vargas. En dos ocasiones, que se sepa, vino hasta Él, la duquesa de Alba…

Es un Cristo moreno, atado con cordones dorados,  a una columna. Recibe los azotes que dicen las Escrituras que le dieron en aquel momento. Su espalda hace un escorzo compungida por el dolor. La devoción viene también de la mediación del XVII… Se procesiona en noche de Lunes Santo.


Miren por dónde,  los dos bellísimos; los dos, singulares y únicos. Pero, no.  Me refugio, otra vez, en los versos de don Antonio - que por cierto, las circunstancias de la vida hicieron que naciese en el palacio de las Dueñas - “No puedo cantar ni quiero / a ese Jesús del madero, sino al que anduvo el mar”. O lo que es lo mismo, al Dios vivo. A Ese, sí; a Ese.

jueves, 20 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Vendaval

                                            


Hace tiempo “SUR” publicaba una noticia escalofriante. Un hombre pedía volver a la cárcel. Una historia, para pensar. Había pasado  más de cincuenta años por distintas prisiones de España y, ahora, que lo dejaban en libertad en la de Granada pedía reingresar. No tenía a nadie. No sabía hacer nada. No tenía a dónde ir. La cárcel, decía, está en la calle. ¿Cómo le ponemos a esto?

Una mujer linchada por la buitrería (la palabra no existe, pero da lo mismo) nacional se revuelve por lo contrario.  Se enfrenta a una condena. Isabel espera - desesperada - la entrada en prisión. España convulsa y desorientada da bandazos sin sentido. Quien lo tuvo todo y quiso más. Demasiada inmoralidad.

Vientos de poca vergüenza asolan las tierras de España. Se ofende, se dilapida... Unos  perdieron el norte (y el sur, y los otros dos puntos cardinales) hace mucho tiempo. Eran tiempos de rosas y jet set. La gloria y la fiesta no terminaba nunca. Y, si además, era con dinero de otros…

Hay una cosecha excelente de mediocridad. Unidades móviles y cámaras hacen guardia, día y noche, ante la puerta de una casa. ¿La primicia  del hallazgo de la vacuna contra el cáncer, por ejemplo? No, no… la salida hacia la cárcel de una señora que va a cumplir condena.

El pueblo llano, como en la comedia de Lope, pide Justicia (con mayúscula). Me decía un amigo que los jueces aplican la justicia que les ponen en la mano los políticos. A veces tiene tufillo de que está hecha casi a medida de algunos.


Aquel pobre hombre estaba tan perdido como los pajarillos en las noches de feria cuando comienzan a subir cohetes.  Arrancan el vuelo;  cruzan el cielo desorientados. No van a ninguna parte. No saben de dónde le viene todo; Isabel zarandeada por el vendaval ¿se preguntará como el maestro Quintero: “El día que nací yo qué planeta reinaría…?

miércoles, 19 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Costumbres

                                             

La mujer vive en una calle cualquiera del pueblo. Se levanta temprano. Con las primeras luces del día ya trajina. No le basta con todo lo que tiene que hacer dentro de la casa; abarca más. Prolonga la faena de la puerta hacia afuera… Vamos, le falta espacio. Un gato rubio y blanco, que vuelve de las cacerías nocturnas, en la acera de enfrente espera que su dueña abra la puerta para colarse dentro.

La mujer primero da un barrido a la acera. El ayuntamiento no la tiene en nómina pero es la operaria más diligente de cuántas podrían fichar; luego, con un recogedor (el recogedor es de color celeste claro) se encarga de no dejar ni rastro de la posible basura acumulada.

Con un trapo quita con cuido, minuciosamente,  el polvillo de  la calle que se ha posado, de ayer a hoy, - porque la mujer limpia cada mañana - en la parte inferior de los hierros de la ventana. La casa de la mujer tiene dos ventanas, con dos rejas, a ambos lados, de la puerta.

Sobresale el escalón de mármol. Está un poco más elevado sobre el ras de la calle. En medio de la fachada  hay una puerta gruesa de madera,  y en medio de la puerta, por encima del ojo por donde entra la llave, un llamador; mejor, una mano de bronce dorado. Siempre está reluciente.

La mujer introduce la fregona en el cubo, frota el suelo; después, con movimientos mecánicos, acompasados,  procuraba que el extremo de la fregona, un amasijo de tiras sueltas y revueltas suelte el agua y el detergente. En el cubo se forma  una espuma fea, que se disuelve al rato en la parte superficial.

Un día, como todos los días, pasé por la calle.

-          Buenos días.

 La mujer respondió mecánicamente, como siempre… Pero aquel día ocurrió algo distinto. La mujer tenía ganas de hablar. Habló; me contó muchas cosas… y cuando terminó, me dijo:

-          Porque ¿sabe usted?, la gente pasa y no saluda.., porque ¿sabe usted?  - repetía la muletilla - se han perdido las buenas costumbres…


-          Sí, señora, pero usted y yo las vamos a conservar…

martes, 18 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora: Zamudio

                                              

Era de estatura media; ni alto ni bajo. Enjuto; la nariz sobresalía en su rostro. Ojos negros. De mirada penetrante y aguda. Tenía el olfato clínico de los médicos excepcionales que estaban en la medicina por vocación. Con su sola presencia el enfermo ya había recorrido el ochenta por ciento, o más, del camino de la recuperación.

Médico por Granada, ejerció en su pueblo, en Álora. Los dichosos Rayos X y la poca – casi ninguna- precaución fueron el detonante de apartarlo… Los enfermos perdieron un pilar básico. El Ayuntamiento, en Pleno, le reconoció, cuando aún vivía, la labor: “Hijo predilecto”, una placa en la fachada de su casa…; el pueblo lo guarda en el lugar de privilegio en su corazón y que solo se le da a las personas que se quieren mucho.

Me honró con su cariño y su amistad. Me contó muchas cosas: de la vocación, de la profesionalidad, de las cosas raras que pasan en el ejercicio, en el día a día. Fíjate. “Una noche – decía- caía el agua a cántaros. Iban las calles llenas. Casi de madrugada llaman a la puerta. Golpes secos, continuados. Eran golpes de alguien traído de la mano de la desesperación” Era…

 “Don Paco, - continuó el relato - mi niño se muere. Tiene mucha calentura. No le baja con nada, mi mujer le pone paños de agua fría, le hemos dado pastillas… Tenía dos bestias aparejadas en la puerta. Había mucho barro en los caminos. Cuando llegamos a la casa, el chiquillo, daba brincos en la cama, casi convulsiones…” Lo reconoce…

-          “Tráeme una palangana, agua y una toalla limpia.”

Con el bisturí rasgó, saltó el pus acumulado en  el pulpete de la mano izquierda. Una espina de palmera clavada hacía unos días… Al rato el niño, extraído todo el pus, dormía placenteramente. Con las claras del día volvían al pueblo.

-          “Ese hombre, me decía, me estuvo agradecido toda la vida porque yo había salvado a su niño”.
 Cuando el tifus de tu padre, yo solo tenía pastillas de optalidón. ¡Fijate para un tifus pastillas de optalidón!  Sabía que se me iba… y yo no podía hacer nada…, por si fuera poco, era mi amigo…


-          “Pepe, estas son las dos caras de la medicina…”

lunes, 17 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Genio

                                              
Fernandito era un niño patilargo y flacucho. Dos orejas desproporcionadamente grandes como soplillos; las rodillas, huesudas,  y las pocas carnes de las piernas hacían de Fernandito un tipo desgarbado y seco.

Fernandito tenía una madre protectora que todos los días – salvo los días de lluvia en que el niño no iba a clase porque podría constiparse – acudía con una queja sobre qué le habían dicho, hecho, mirado o vaya usted a saber a su hijo cuando, a la cinco, como pajarillos escapados de la jaula los chiquillos enfilaban las calles del pueblo en estampida. Fernandito no tenía ninguna culpa de tener una madre así.

Fernandito como escolar era un desastre. Casi nunca llevaba hecho los deberes. Mosca que pasaba volando – y en aquel tiempo había muchas – eran socias y compañeras de fatigas de Fernandito. Le interesaban los ruidos de la calle, quién se las andaba por el pasillo… Todo menos atender.
-          A ver cuándo te cansas de mirar hacia atrás, y alguna vez miras a la pizarra, Fernandito, le decía el maestro.

El profesor de Matemáticas, don Miguel Ruiz, el mejor profesor de la materia que yo he conocido, aguantaba, además, estoicamente, todas las mañanas las cantaletas de la dichosa madre. Fernandito tenía un coeficiente intelectual más cercano a la media que otra cosa. El hombre, paciente, procuraba ‘endulzarle’ a la madre la píldora.

-          Porque, sabe usted, que Fernandito es muy distraído…

-          ¡Si lo sabré yo, don Miguel! Lo mando a la tienda y cuando no me pierde el dinero,  se le olvida a lo que ha ido.

El profesor orientaba, reconducía… Porque Fernandito tenía varios problemas, pero de entre todos, dos: él mismo y su madre. La paciencia de don Miguel estalló una mañana. El Ministerio había hecho pública la relación de becas del P.I.O (Patronato de Igualdad de Oportunidades): doscientas pesetas. Fernandito no estaba en la relación…Llegó la protesta.

-          Porque ¿sabe usted, don Miguel? mi Fernandito es un genio, coge un reloj y, en un momento “lo esfarata”…

-          Y, ¿luego?, preguntó don Miguel

-          ¿Luego? Po, pa eso están los técnicos….


-          Por ahí, por ahí tendríamos que haber empezado…

domingo, 16 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora: Cojo, tuerto y manco

                                              



Así como así, alguien diría que es una pena de hombre. Pues va a ser, que no. Un héroe. Desconocido. Escondido en páginas de una historia gloriosa que, antes, la gente estudiaba y la conocían; ahora… ¡qué quieren que les diga, ahora!

Se trata de Blas de Lezo. “Patapalo o Mediohombre”. Vasco de Pasajes. Marino en cien mares. Del Mediterráneo al Caribe. En Cartagena de Indias se lo llevó la peste, enfermedad generada por los cuerpos insepultos ocasionados por los sucesivos combates.

Los ingleses pusieron sitio a la ciudad caribeña. La derrota inglesa fue enorme. Tan en lo suyo estaban que pasarían a los españoles por la piedra que acuñaron con anterioridad las monedas – ocultadas, después - conmemorativas. En el anverso de la moneda se leía: “Los héroes británicos tomaron Cartagena el 1 de abril de 1741” y “El orgullo español humillado por Vernon”. En su retirada el inglés gritaba: “«God damn you, Lezo!»” (Que Dios te maldiga, Lezo)

A los veinticinco años perdió la pierna izquierda frente a las costas de Vélez. Sí, la nuestra, la capital de las tierras, a sol naciente de Málaga en la Axarquía; tuerto, del ojo izquierdo al explotarle una esquirla frente a Tolón, y manco del brazo derecho, frente a Barcelona.

 ¿Hay quien dé más? No sé, pero de la forma cómo reaccionó es difícil que lo hagamos los que nos consideramos normales. Los que tuvieron madera de héroe como él, no. Dicen los papeles viejos que la amputación de la pierna, fue sin anestesia (vamos, en vivo, para entendernos) y no soltó ni una queja.

Doscientos setenta y tres años después (parece que no ha habido mucha prisa) su Patria le reconoce como héroe… En Málaga tiene calle. A espaldas del Hospital Civil. A continuación de Eugenio Gross. Arranca entre las esquinas de Velarde y el Camino de Antequera y va hasta el Arroyo de los Ángeles…


PD. El 17 de enero de 2010 publiqué lo que antecede –con ligeras variantes - en ymalaga.com dirigido, entonces, por nuestro entrañable  y añorado Paco Rengel. Madrid acaba de reconocer la heroicidad de Blas de Lezo con un monumento en la Plaza de Colón. La actualidad manda. He creído oportuno reproducir  lo publicado entonces. Ustedes disculpen la osadía, pero en los tiempos que corren...

sábado, 15 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Mirando al mar

                                             

Se pone el sol.  Los montes lejanos, entre la bruma, cierran el horizonte por la otra parte de la bahía. Se levantan las sombras. El cielo está encapotado. Un manto de nubes oculta lo que dentro de un rato sería un cielo estrellado y limpio.

Los reflejos del sol reposan sobre la superficie del agua. Es un espejo de oro. El mar está en calma. Un leve vaivén de las olas dice que allí debajo hay vida. Mucha vida. Por un momento el mar aguarda. No sabemos qué ni hasta cuándo. Es la quietud de un rato antes de que cambie la marea…

No hay gaviotas en vuelos circulares por el cielo, ni barcos que cruzan por la lejanía que vienen de alguna parte y van hacia algún puerto lejano. Ni  olas espumosas, ni… “porque no hay viento malo cuando lleva a buen puerto”.

Reverberan los reflejos del sol sobre el agua. Tienen el encanto que da el ensueño y el recuerdo. Jorge Sepúlveda cantaba: “mirando al mar / soñé  que estabas junto a mí…”  Pero de eso, ¡hace tanto tiempo…!

 Todo es arte, embrujo y poesía. Un poco más alejados, como al lado contrario por donde se va el sol, los espigones de la tierra recortados en la penumbra se adentran en el mar. La bahía es una dulzura balsámica y única. El sol no se ve pero se intuye por la luz hundido en el horizonte. Se presiente que se acaba el día.

Una chica joven se apoya en una empalizada. Mira a la lejanía; mira y ve el mar.  La chica tiene el pelo lacio y largo. Casi le reposa en los hombros; apoya la barbilla en el revés de los nudillos de su mano.  Recorta su figura en un contraluz.

La chica abstraída está ajena a casi todo. Probablemente, desconoce que “Philae se queda sin energía, pero logra enviar datos a los científicos”, que “Los comercios de Málaga adelantan la Navidad a noviembre...” o que “Putin se irá antes de la cumbre del G-20…”


Y, el mar ahí, desde siempre, como siempre…

viernes, 14 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La piedra grande

                                                           

El día que la piedra grande mató al niño en el Monte Redondo llovía copiosamente. La tormenta se había apatarrado en lo alto y el cielo negro y feo sólo se veía roto por las culebrinas que jugaban a su capricho en un dominio que tenían por suyo.

El niño estaba con las cabras por cima del Baece. La tromba de agua le sorprendió. Se refugió en una oquedad de las rocas de arenisca y allí vino a buscarlo su destino… La noticia corrió por el pueblo. Sobrecogió...

Entre las personas mayores hablaban, se lamentaban, decían cosas que los niños no entendíamos y dijeron que hasta que no fuese “la curia” no podrían traer el cadáver a su casa donde todos los suyos y los vecinos lloraban.

Lo enterraron a la mañana siguiente. Estaban las calles intransitables. Alguna autoridad determinó que aquel día no hubiese clases para que los otros niños, que no conocíamos al niño que mató la piedra grande desprendida del monte en El Baece, lo acompañaran en su entierro. El agua arreciaba.

 El cura iba vestido con una capa negra que llegaba hasta el suelo por detrás. Con las manos, el cura, tomaba los picos delanteros y procuraba salvar el barro de las calles. El sacristán revestido con un roquete blanco y encajes colgueros sobre una sotana tornasolada y vieja acompañaba al cura en los cantos de latines. Un monaguillo llevaba la manga de la parroquia sostenida con vaivenes por el sobrepeso del agua; otro, una cubeta con el agua bendita.

La gente de iglesia entonó un responso cuando la comitiva llegó a la casa. Desde dentro salían lamentos y llantos, voces desgarradas, lastimeras; rompían el alma. Las voces roncas del cura y el sacristán entonaron algo así como “in paradisum deducant te angeli…” y apareció, ante ellos, la caja con los restos del niño dentro.


Un pellizco apretó fuerte, muy fuerte. Llovía. La gente se mojaba y no abría los paraguas y los niños de la escuela que no conocíamos al niño que había matado la piedra grande en el Monte Redondo no sabíamos si lo que nos corría por las mejillas era la lluvia del cielo o las lágrimas de dentro.

jueves, 13 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Andrés

                                                           

Andrés, Andrés Díaz Calderón,  era bajito y rechoncho; ‘cortao y tronchao’;  ancho de espaldas y brazos robustos como son los brazos de alguien que ha trabajado desde niño. Carnicero, como su padre, cuando dejó la escuela se pegó a él y desde detrás del mostrador tenía toda la habilidad que un buen profesional puede llevar dentro.

Pero Andrés era eso y mucho más. Gran aficionado al flamenco y hombre muy culto. Su apariencia decía lo contrario. Recalcitrante, repetitivo, amartillaba, siempre, sus expresiones. Gracia y sal sin miseria. Mantener una conversación con él era sacar abono para disfrutar de la risa limpia y generosa.

Regresan de un festival de cante del Arahal. Es madrugada, casi apuntando el alba, llegan a Estepa.Toman café; todos hacen acopio de viandas… Andrés, deja que pase el tiempo. No compra nada. Con los pantalones semicaídos se pasea de lado a otro del bar.

-          Andrés y, ¿tú, que le llevas a tu mujer?

-          "Na. Cuatro años, cuatro años".

Toca la lotería, segundo premio de Navidad. Revuelo de periodistas y cámaras… Andrés tiene su negocio en el local contiguo a la Administración de Loterías. Mandil manchado, los brazos en cruz, contempla el revuelo…

-          Y, ¿a usted, le pregunta una chica joven, le ha tocado?

-          Por un número…

-          ¿Por un número? Y llama al compañero de la cámara… “No le ha tocado por un número”, repite.
-          Sí, porque como ha tocado en la casa de arriba…

Uno de sus hijos, de niño, juega con otros amigos en la estructura de un edificio en obras abandonado. Los niños trepan, corren, saltan, se persiguen… El chiquillo da un traspiés y cae desde una altura considerable. Queda inconsciente, inmóvil. Una vecina, desde frente, contempla la escena… Grita, acuden. Diagnóstico: muy grave, doble fractura de cráneo. Corre la noticia…

-          Andrés, que me he enterado del percance…¿cómo está tu niño?

-          “Na. No ha sio na. Esconchaillo, esconchaíllo…”


Andrés se nos fue como se va la gente buena: sin dar un ruido. Lo añoramos, lo recordamos, lo seguimos queriendo… Andrés, donde estés, un abrazo…

miércoles, 12 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El tren

                                              
El ‘mixto’ de la mañana llegaba muy temprano. Cuando se presentía próximo el tren, entre los viajeros y el personal de la estación se notaba un cierto movimiento. Aparecía una pareja de la Guardia Civil; un hombre con un canasto que vendía avellanas... Un mozo traía, en un carrillo de mano, unos bultos…

En la lejanía se escuchó como silbaba la locomotora.

-          Viene, dijo un hombre, por lo de Molina.

El  Jefe de Estación vestía un uniforme azul oscuro y una gorra orlada  con una franja roja. El Jefe siempre salía a recibirlo. En la mano llevaba un banderín, también rojo, desplegado.

El  toque de una campana intermitente anunció que el guardabarreras bajaba las vallas y cerraba el paso a nivel. Cuando el tren enfiló la estación, animoró la marcha. El suelo del andén retumbaba bajo los pies de los viajeros. La máquina era negra y soltaba vapor a ras del suelo. Al condensarse formaba una nube blanca; los viajeros parecían fantasmas salidos de la niebla.

Pasó la máquina. Un émbolo grande hacía que girasen las ruedas. Por la portezuela que tenía echada una cadena se asomaba un hombre. Era el fogonero; alimentaba la caldera con carbón que paleaba hacia aquel fuego de infierno. El niño reconoció a  aquel hombre lleno de tizne….

-          Mamá, el fogonero...

-          Sí.

La madre tenía cogida, con fuerza, la mano del niño. Luego pasó un vagón con varios hombres vestidos de uniformes asomados a la puerta que estaba abierta. Era el vagón de la paquetería…
Detrás, todos los vagones de los pasajeros. Eran vagones de madera. Se accedía por los extremos y tenían los asientos largos y corridos. Encima de los asientos unas repisas servían para que los viajeros dejasen los paquetes; las mujeres nunca soltaban el bolso…

Al poco, la máquina correspondió con un silbido agudo  a la orden de salida. El tren se puso en marcha. Entro en el túnel; se hizo de noche y, luego, otra vez de día.


 A aquel niño de entonces, una amiga le ha contado que su hermano es conductor de AVE y el niño grande envidia a ese hombre que  conduce trenes muy rápidos y cruza los campos con una velocidad de diablos y ve cómo se le viene todo el paisaje, de golpe, de frente hacia él...

martes, 11 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Abilio

                                               

El comedor de Casa Abilio está al fondo, al final de un pasillo ni largo ni corto, escoltado de mesas, pegadas a la pared porque el espacio no da para más. Al comedor se entra por una puerta, escorada a la izquierda y con visillos de encajes que otorgan más intimidad.

El comedor de Casa Abilio puede pulsearse con cualquier otro comedor que se precie. No envidia a nada ni a nadie y, además, tiene dos ventanas por las que entra la luz desde las primeras horas de día. Nunca molesta el sol ni la excesiva claridad. En la pared se cuelgan unos cuadros diminutos, excelentes de Eloy Arana…

El techo del comedor está cruzado por vigas de hierro; sostienen pequeñas bóvedas de ladrillo visto. Todo es rústico; todo es típico, como es típico el trozo de mármol de lo que fue fuente en la Veracruz que tienen a la entrada.

La esencia del comedor de Casa Abilio no está en lo que yo les he contado. No. Por supuesto que no. La esencia está en el otro extremo. En una habitación pequeña, diminuta, con una pequeña ventanita que se llama cocina.

Oigan, ahí dentro hay un genio de la gastronomía. Lo borda. Crea, innova, sorprende… Abilio Pedro, que es su nombre, tiene el don de la Gracia de Dios y, además, la fuerza del trabajo del que está ilusionado con lo que hace.

Entre la cocina y el comedor hay una pequeña barra. La atiende el padre. También se llama Abilio y es quien da nombre a la empresa. Adusto, serio, imperante. No se deja avasallar por nadie. Paco Rengel, en una ocasión, me dijo: “si hubiese nacido unos siglos antes éste no se escapaba de un cuadro de El Greco”. Abilio es toledano…

Entre la cocina y el comedor yo no sé cuántos kilómetros – y miren que el espacio es corto – hace Gregorio. Gregorio atiende en sala. Gregorio, como estrellas de graduación  lleva a la vista de todos,  la profesionalidad…


Aquí no les hablo ni de carta, ni de menú, ni vinos, ni de repostería… No. Eso lo dejo para que lo descubran ustedes. Por cierto yo, de postre, siempre pido el número 7. Gregorio y yo nos entendemos…

lunes, 10 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La tarde

                                                       

La tarde estaba sensual y plácida. No se movía nada de viento. Con el avance de las sombras las primeras gotas de lo que mañana, cuando venga el sol de nuevo, será rocío ya estaban sobre las hojas de la yerba. Eran mínimas y pequeñitas. La tarde estaba única.

Me acuerdo de San Juan de la Cruz. Comparto con él que sí, que es verdad, que “Mil gracias derramando, / pasó por estos sotos con presura, / y yéndolos mirando, / con sola su figura / vestidos los dejó de su hermosura”.

Era el Cántico Espiritual; era San Juan de Cruz… Me he sentado. Dejo que pase el tiempo y he visto como se vienen las sombras. La naturaleza toda está bellísima y, eso que no ha llovido y la otoñada se abre paso con mucha, con demasiada dificultad.

Por entre las ramas veo un pajarillo diminuto: la pechera azafranada, el pico largo y fino… Salta de rama en rama. Seguramente busca un lugar confortable donde pasar la noche. El pajarillo no sabe que vive en un lugar privilegiado. No lo sabe porque los pájaros, también, forman parte de este otoño dorado.

Hace unos meses la revista The Economist publicó algo tremendo: casi trescientos millones de personas  pasan hambre en África. Los países ‘ricos’ tiramos, cada noche, a la basura, toneladas de comida…

Dice también la prensa, otra prensa, que el Obispado de Málaga obliga a dimitir al Hermano Mayor de una cofradía porque está divorciado. Tengo que releer la noticia. No me lo creo. Puede haber un error. Pero, no; no lo hay.

 En el Obispado no se han enterado que en Roma hay ‘otro’ Papa. Por cierto, se llama Francisco, como el poverello de Asís. En público se ha preguntado: “quien soy yo para condenar a nadie”. Más o menos. Alguien debería hacérselo saber. A Francisco, no; al Obispado.


Las hojas de los almeces han perdido lozanía; se han desnudado los granados. El sol dora la caliza de El Torcal; las casas lejanas del partido de Jévar son pespuntes blancos esparcidos, a voleo, como quien tira granos de nácar por aquellos cerros. ¿Tengo derecho a dejarme envolver por esta belleza, cuando otros sufren tanto?

domingo, 9 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Castañas

                                               

El otoño llega a Álora cuando tiene que llegar. O sea, cuando le da la gana. Este año porque lo ha creído oportuno lo ha hecho más tarde. Ni ha llovido cuando tiene que llover, ni ha hecho frío cuando tiene que venir, ni han llegado los ‘vareaores’ cuando  les corresponde por tiempo y hora.

Solo Antonio no ha faltado a la cita. Antonio Díaz, - Antonio, ‘el Carnicero’ - está donde tiene que estar. Dicen que no se concibe una fuente sin agua ni un campanario sin campanas ni una taberna sin borrachos ni una primavera sin golondrinas ni un otoño sin castañas. No. Tampoco se entiende mucho la Veracruz sin Antonio con el puesto de castañas.

Antonio no ha sido nunca carnicero. El apodo le viene de familia. Antonio ha sido siempre un trabajador de amanecer a madrugada. Nunca le ha hecho asco ni al mal tiempo ni al trabajo, ni a nada que signifique sudar el pan de cada día.

Un humillo tenue llenaba la calle. El hornillo, carbón ardiendo, una olla de porcelana  de las de antes con el culo agujereado y un puñado de castañas. De vez en cuando un espurreo de sal. Sabrosas, en su punto; ni crudas, ni pasadas. Cucuruchos de papel. Y, sobre todo, la sonrisa de Antonio. Porque Antonio siempre tiene una sonrisa amplia y generosa como corresponde a los hombres de bien.

En Álora no hay castañas. Nunca le he preguntado a Antonio de dónde trae las castañas. No importa que sean de Pujerra o de Yunquera… ¡Qué más da que se hayan criado con aires que acunan los pinsapos las noches de nieve o con los que bajan por el Genal y se acurrucan en las laderas. Da lo mismo. Hablaba Carlos Cano de la ‘Cena de las Monjas’. Lo mejor, la conclusión: “… y las gracias de tus manos”.


Me paro con Antonio; hablo con él. Me ofrece su amistad. Se lo agradezco. No hablamos ni de lo divino ni de lo humano. A veces hablamos del tiempo y del tiempo que hace… “Pepe, más de sesenta años” y yo digo para mis adentros y si pudiesen ser muchos más… ¿dónde hay que firmar? 

sábado, 8 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Diego

                                               

Hacía un rato que doblaban las campanas. Terminó la Eucaristía. El celebrante  lo anunció a los fieles: “Mi tío Diego pidió que con su cuerpo presente, un coro cantase: Ha llegado tierna Madre…” Subió hasta el altar el coro de siempre. Era la oración de  tarde en Viernes de Dolores. El calendario decía que no, que no era primavera y sí un jueves en un atardecer de otoño. Las campanas tocaban a...

Unas voces rezaron en voz alta: “Ha llegado tierna Madre / el día del Sacrificio / ya tu amado va al suplicio, llevando en hombros la Cruz…” Es el canto de la procesión claustral cuando Dolores – Dolores Coronada- va de su altar al trono procesional.

Media templo lloraba, en silencio; el otro medio tragaba saliva. Dice el maestro Alcántara que hay que gente que se muere y gente que se nos muere. Ese era el caso. Se nos iba alguien; se nos iba un “loco” por el amor a su Virgen de los Dolores.

A Diego Trujillo se le ha cortado el hilo de la existencia. Lucha denodada, a brazo partido,  entre uvis, operaciones, camas de hospital y un corazón que aguantó tantas emociones y que no ha podido con ésta. Le dijo a todo el mundo que hasta allí se había llegado…

Por la mañana coincidimos juntos, convocados por ti, Diego,  los niños de la calle de entonces. A capítulo ya faltaron cuatro; ahora, uno más. Y, suma y sigue. Dice la copla que “tu calle ya no es tu calle…” Tu calle va a seguir ahí, como está desde no sabemos cuándo, probablemente desde principios del XVI cuando el pueblo decidió hacerse grande…


Tu calle ahora es otra. Tu calle está empedrada de estrellas y no tiene cuestas ni te ahogará cuando tengas que recorrerla. Ahora sí, ahora, Diego, sí que vives en una calle de  privilegio. Y ya nos viste… Llorábamos por dentro porque – y tú lo sabes- es que se te quiere mucho, puñetero.

viernes, 7 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Sirtaki

                                               

El cielo de la tarde estaba azul, muy azul. El viento de poniente levantaba pequeños pañuelos en forma de olas de nácar. Jugaban al escondite entre ellos como los niños pequeños que idean travesuras cuando salen al recreo.

La brisa salada traía perfume de sirenas, olor a algas y esencia de brea… La brisa de la tarde hacía que el hombre moviese los pies al ritmo endiablado del Sirtaki. El hombre estaba solo en la playa; danzaba con los pies descalzos en la arena; el viento abombaba su camisa blanca.

 ¿Eran notas de un rosario de espumas? ¿Era el fantasma que perseguía? ¿Eran los ojos negros que intuía, que quería por suyos sabiendo que no lo serían nunca? No, no… Era otra cosa. Era el murmullo que brota, ahogado, en el corazón y no lo escucha nadie porque el corazón tiene razones que la razón no entiende.

Aquella música venía del chiringuito que servía refrescos a los pocos que andaban por la playa cuando ya estaba muy avanzado el otoño. El hombre sabía que era la mejor época para dejar que pasasen las horas en la playa. Sin prisa, con olor a sal, con el mar, enfrente, todo para él.

Resonaban, traídos por el viento, los punteos de buzukis, mandolinas y guitarras; el laúd ponía un contrapunto. Unas palmadas, a ritmo, marcaban el compás. El hombre danzaba con la compañía de su propia sombra y sus recuerdos.

El hombre entornaba los ojos. Le venía, una y otra vez a la cabeza: “a mí con quien me gusta compartir mis buenos momentos es con aquellos que he compartido los malos”. Era ella. ¿Dónde estaría ella mientras sonaba aquel Sirtaki? Escuchaba su voz; no la enmudecía el viento. Era un rumor, como el rumor de las olas que llegaban al rebalaje.


El hombre sentía cómo otra música nacía de su interior. Era otro sirtaki, el suyo, el que habían compartido en aquella noche de no sabía cuánto tiempo… Por el horizonte  lejano, cruzaba, pequeñito, muy pequeñito  un barco.


SIRTAKI

jueves, 6 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Mujer

                                              

La mujer tiene  el pelo negro. De joven, peinada a media cara y un poco revueltas las puntas hacia adelante como Silvie Vartan cuando cantaba “Le plus belle por aller  dancer…”; luego, cuando pasó el tiempo, a lo garçon, como Mireille Mathieu cuando era el “Ruiseñor de Avignon”…

 La mujer es agraciada. Ni alta ni baja, ni gorda ni delgada, ni joven ni mayor. Los ojos escondidos de la luz tempranera de la mañana debajo de unas pestañas largas, como quien observa desde detrás de una cortina.

Es muy hacendosa. Su vida ahora, monótona y triste, encierra muchos sueños que no se han cumplido. La vida se encargó de ponerle chinitas, muchas chinitas en el camino. Le dio, también, varias manos de pintura gris. Un día a día que amanece pero no sabe cómo llegará a la punta.

Es una mujer anónima. Tiene su nombre, claro. Es lo de menos saber cómo se llama. No importa. Es la mujer fuerte. Saca de donde no hay;  hace el milagro. Todos se preguntan y nadie encuentra la respuesta.

Es una mujer de pueblo. Hay muchas mujeres, como ella, en muchos pueblos. Los pueblos están, todos, perdidos en medio del campo. Todos los caminos llevan a los pueblos y todos los caminos sacan, también, a las gentes de los pueblos.

Casi nunca, esas mujeres, tienen un reconocimiento. Lo agradecen todo, lo sufren todo, lo lloran todo por dentro y en silencio. Las almohadas saben de tanta soledad y de tanta incomprensión.

Conservan mucho de la belleza de entonces… Nos cruzamos con ellas, las saludamos, nos devuelven el saludo. El disimulo de una sonrisa esbozada… ¡Para que no sepa nadie! La vida sigue su curso.


Hablaba don Antonio Machado de la buena gente que labora los cuatro palmos de tierra. Decía, también, que un día descansaban bajo la tierra. Los suspiros, según Bécquer son aire que van al aire ¿En qué revuelta del aire aguarda el suspiro que alivie los que se perdieron en las noches largas de estas mujeres únicas?

miércoles, 5 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El sol de media noche

                                               

La luz dorada de la tarde  se me entra por la ventana; a la izquierda de mi mesa. La ventana es pequeña y tiene forma de óvalo. El sol ahora en otoño se va antes porque dicen los que saben que la tierra le da no sé qué inclinación al eje y esas cosas.

Arrancó el día con nubes que descargaron algo de agua. Poca agua, muy poca para la necesita el campo en estas fechas. Por los cristales corrían la gotas raudas, como los pensamientos buenos que aparecen y cuando se les quiere echar mano…¡ya no están!

A lo largo del día la luz cambia varias veces. La luz es como la mujer: siempre es bella pero nunca tiene la misma cara. La luz dicen que fue lo primero que hizo Dios. ¿Por qué sería?

En el azul del cielo veo recortada la silueta de El Hacho. Inmensa, silente, siempre ahí como los montes míticos. Como el Gurugú a Melilla, como el Tibidabo a Barcelona, como el Pan de Azúcar a Río. Solo que éste es nuestro; mejor, mío Perdonadme la apropiación, es que como siempre lo tengo enfrente…

En este rincón apartado estoy rodeado de amigos. Muchos amigos. Llevan en los anaqueles no sé cuánto tiempo. Esperan. Los libros siempre esperan como el arpa de Bécquer la mano que le arranque las notas. En este caso, primero una caricia, luego… ¡ay, luego! Los libros son los que más saben de ese… luego.

Un día un alumno subió hasta este refugio. Con la ingenuidad de  las almas limpias preguntó:

-          Maestro ¿todos éstos los has leído tú?

-          No

-          Ah, ya me parecía…


Hace  un rato que se fue la luz. Seguro que andará iluminado la mar grande y todas las tierras de América. Pienso en otra luz. Es la luz del sol de media noche. Brilla como nunca en el solsticio de verano y, luego, acurrucada espera que un amigo la llame porque sabe que ella, solo ella, ilumina su noche.

martes, 4 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Viajes

                                                           

Andorra, patria querida… ¡Ay, que no, que no! Que me he equivocado. Eso suena a otra cosa: “Asturias, Patria querida”. Claro. El himno del Principado y la canción que cantábamos todos cuando el grado de felicidad pasajera llegaba a cotas por la que hoy, sin dudarlo, te quitan un puñado de puntos del carné y te aligeran la cartera.

Andorra, patria querida…Era, donde  hace unos años, se compraban los radio casettes que venían de muy lejos, y mantequilla de Holanda, y conservas raras y queso de bola y no sé cuantas – tropecientas mil  - marcas de tabaco rubio y menos rubio…

Decía el locutor que informaba en aquella Radio Nacional de Servicio Informativo de las 10 de la noche: “y cerrado el puerto de ‘Envalira en el Principado de Andorra”. No teníamos ni la más zorra idea de aquel puerto pero en el mapa de hule de la escuela, sí aparecía un trocito de tierra, junto a la frontera francesa, pintado de otro color y allí es donde está el puerto.

Andorra, patria querida… Ahora es para otra gente. No hay hombre del tiempo que cuente cómo están los puertos; otros hombres hablan de estos tiempos. Son otros lópeces. La señora Marta Ferrusola, informan, viajaba con frecuencia, con mucha frecuencia, varias veces al año, al Principado.

Dicen que iba a por dinero en efectivo. Yo no me lo creo. ¿A qué usted tampoco? Desconfiar de una señora con tanto seny… Iba a por mantequilla que es riquísima y por café y por cuatro viandas de nada para la merienda de  tan depauperada y hambrienta…

Le acompañaban gentes de escolta. Naturalmente armados pero no con tirachinas, no, no. Llevaban  esas otras cosas que suelen llevar los escoltas. La embajada española mediaba para facilitar el paso de la aduana sin el correspondiente registro…Miraban, naturalmente, por el guardia aduanero. ¡Mira que si se llena las manos con… la mantequilla!


Fíjense. ¿Será mala la gente? ¡Pensar que iba a por dinero! Y, ella, con un montón de hijos e hijas pidiendo pan con mantequilla y una onzas de chocolate de leche con almendras para la merienda….¡Ay!, Andorra, patria querida!

lunes, 3 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. La Banda del Gazpacho

                             

Pende; jó. Como empieza todo lo grande. Grupo de colegas; echan el rato; morritas y lañeros por la música (a uno que yo me sé, también, por el Málaga) y nace algo weno, mu güeno. Al principio, malandros de otras versiones que les gustaban; luego, crean. Arte puro y duro; craks, Rumba Fusion.
Su música no es un avantgarden pero es algo distinto; no es el thras, ni el hardcore  pero es diferente a lo que mola. No tiene nada que ver con el black metal ni con el agro-pop. Ni habían nacido en un pub de barrio, ni junto a un río chachi, ni en ningún suburbio de una ciudad lejana. No. No venían del agro progre sino de la amistad del rejunte en la escuela.
No tienen nada que ver con Silvio Fernández, ni con Pibe Amador, ni con Pepe Begines ni con Kilo Veneno. No. No tienen nada que ver, tampoco, salvo arte gazpachero del güeno,  con lo impuesto por los grupos rockeros de nombres míticos: Triana, Medina Azahara…ni con Danza Invisible.
Garrapateros. Se reúnen siete – como los Niños de Écija, pero en bueno - Jose Kuman (voz principal), Jorge You (guitarra y voz secundaria), Alejandro Márquez (guitarra y voz secundaria), Fran Chanchi (bajo eléctrico), Willy Garcid (percusión), Jesús Chuchi (percusión) y Dani Márquez (trompeta, coros y música ambiente). Antes, también, Antonio Panchurra y Jose  Perilla… (Los dos Jose sin tilde, xfa).
De aquellos dictados: “Ahí, hay un hombre, que dice ¡ay!”, al colegueo y vacileo; palmas y mucho ritmo. Lo pide la Rumba Fusion. Juerga. Una music factory. Demasié. Superan los cincuenta y tantos conciertos. Y, lo que te rondaré, morena.
Después, se han lanzado. Fotones en su pueblo, Alora, Málaga, Cuacos de Yuste (hasta don Juan de Austria, guipó aquella noche en la plaza a la que da nombre, porque los colegas arrasaron), Jaraiz de la Vera, Jerez (y en Jerez de arte se sabe un rato), Alhaurín de la Torre…

La Banda del Gazpacho, flipa tío, tiene la frescura de una materia prima chachi de bute;  perita; mucho arte aliquindoi y más ganas de pasarlo way. Colegas, al mogollón: mola garrapatear con estos gazpacheros…

domingo, 2 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Fiestas


                                                

No, no tiene nada que ver con la novela de Ernest Hemingway;  él la tituló en singular y argumentaba de otra cosa. No. No tiene nada que ver con ese calendario que, periódicamente, pone una pincelada en rojo a un día cualquiera y, que algunos prolongamos con algo tan sabroso y que llamamos: ‘puentes’. No, tampoco.

En primavera comienza el rosario de fiestas: Semana Santa, Rocío, Ferias, Romerías; en verano se unen otras. Son más o menos el mismo pelaje; en Navidad, villancicos y pastorales, Nacimientos y peces en el río y comidas y felicidad por decreto ley. En Navidad hay que ser feliz por decreto.

Teníamos vacío el otoño. ¿‘Jalogüin y cementerios y muertos?; era poco. No es cuestión de sacar Cristos y Vírgenes a la calle, ni carretas por caminos polvorientos, mariposas en el aire y por dentro, y compases de capa que se abren cuando el clarín dice que se cambia de tercio. No, no. Hemos dado en sacar a la calle los furgones celulares de la Guardia Civil.

Toda España conoce la fachada de la calle Prim número 12 de Madrid, el paisaje serrano que rodea Soto del Real o el de Sevilla II o el de Alhaurín de la Torre. España abre un nuevo atlas en la salita de estar de su casa. Lo muestra, todos los días, el telediario. Procesionamos corruptos de camino entre los juzgados y la cárcel.

Concepción Arenal acuñó: ‘odia el delito y compadece al delincuente’. Llevaba razón. A veces, separar las lindes es doloroso. Difícil. Se sube la sangre a la garganta. España aguantó lo indecible y mereció una Democracia. España no merece que un grupo liquide lo que costó tanto.


A uno le pide el cuerpo cosas muy raras. Tiene que reprimirse.  Los furgones celulares de la Benemérita son antiestéticos y feos. Me gustaría ver en los telediarios otras cosas más hermosas. Apuesto que, a usted, también. 

sábado, 1 de noviembre de 2014

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Cafés

                                                           
Hay demasiada tensión. La gente está crispada; salta a la primera. Casi es ya coloquial, “y, tú más”… Una amiga mía que guarda la brisa de Sanlúcar para dosificarla en los meses de invierno, intercambia por facebook un mensaje con otra amiga suya, de ella, claro.

 Acuerdan  que cómo tienen tantas cosas de qué hablar, tomarán un café que durará tres días… Me temo que se les puede enfriar. Me vienen a la mente otros “cafés”.

Llega al bar con las primeras luces del alba. Vamos, que casi no habían terminado de poner las calles. El hombre tenía – y tiene – poca hacienda. Más o menos de los que hacen bueno; “trabajo hay poco, pero menos necesito, yo”

-          Ponme un café fíao

-          ¿No te parece muy temprano para empezar apuntando?

-          Po, apúntalo luego.

El mismo que tal baila llegó a otro bar del pueblo. Éste va como el Viacrucis: de estación en estación. Casi repite la conversación. El dueño hasta el gorro de los sablazos. Diálogo con el mostrador por medio.

-          Un cafelito fíao

-          Tienes aquí uno de ayer….

-          Po, velo cambiando que ya estará frío.

Llega otra mañana al bar de El Potro. Hay un vaho de humo de tabaco. Allí confluyen todos los ‘madrugadores’. Se habla de lo divino y de lo humano. Se intenta un arreglo del mundo; imposible, faena. Volverán, otra vez,  mañana. Al entrar, da los buenos días; le responde, a coro, voces roncas y aguardentosas.

-          A éste – antes que habrá el pico, tercia uno de los asiduos  –  se lo pones de cebá, porque como no paga.

-          No, no, entre dientes, dice el dueño, éste se viene solo.


España vive unos días revueltos. Muchos problemas con poca vara que los meta por cintura; excesivo pesimismo en un ambiente viciado; sobra negatividad. Si con estas tres cosillas de hoy he logrado que esbocen una sonrisa…