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“Niño, el segundo”. Era la voz de barítono
tirando a bajo de Vicente, el sacristán. Vicente era un hombre mayor, de
barriga abultada y paso corto. Caminaba lento y cantaba latines con el cura en
los entierros.
Era un hombre bueno. En los ratos
que no dedicaba a la iglesia, o sea, casi ninguno, los empleaba en el oficio de
la carpintería en los bajos de su casa. Vicente vivía en la primera planta.
Arreglaba los altares, colocaba las flores y vigilaba a los monaguillos cuando
apagaban las velas para que no se quedase ninguna encendida.
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“Niño, vísperas”. La gente llana del pueblo
sabía que eran las tres de la tarde, minuto arriba o minuto abajo, porque para
el caso era casi lo mismo.
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“Niño, agoni”
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¿De hombre o de mujer? Preguntaba, el niño. Agoni
era el toque que anunciaba que alguien se había ido. El niño tocaba cinco
campanadas si era para una mujer y siete, para un hombre. Las campanadas de agoni
eran largas, graves, secas. Tenían un tañido especial. Parecía que llegaban más lejos.
En los entierros, las campanas
doblaban a muerto, un toque triste, muy triste. Era un toque de pena.
“Campana de mi lugar / tú me quieres bien de verás / cantaste cuando nací, /
llorarás cuando me muera” había dejado dicho Rosalía de Castro.
La llamada a misa tenía tres
toques. Se tocaba, también, para el rezo del rosario, para los oficios especiales: triduos, quinarios, septenarios y novenas. El
toque del Angelus era siempre al mediodía, cuando el sol caía a plano y
por la sombra que se formaba en el desprendimiento que hay debajo de la cruz
del Hacho, la gente del campo sabía que era la hora de las sopas.
En el campanario había tres
campanas: la más grave y solemne, otra de toque mediano, y una, que para
campanilla le sobraba potencia, y para campana estaba escasa. Era la más aguda
de las tres. En los momentos especiales: día del Corpus, la salida del Señor
Resucitado… entonces repicaban con una algarabía diferente porque había un
motivo de alegría.
Salían en estampida las palomas y
los tordos del campanario y revoloteaban en un vuelo alocado y sin sentido
porque los tañidos le habían roto la paz de sus horas en las oquedades de la
torre.
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