El viajero llegó a la estación.
Era media tarde. La estación estaba
solitaria. Se dejó caer sobre uno de los
banco que había bajo un techo metalizado. El banco tenía polvo, ese polvo
acumulado porque hacía mucho tiempo que nadie se había sentado en él, y estaba
ahí, recostado a amparo de una pared medio desconchada esperando a la gente que no
llegaba.
Entre las vías del tren – la
estación tenía solo tres vías – habían nacido con las lluvia del otoño algunas
yerbas. Ahora con las calores del estío eran matojos secos. Una brisa caliente
los bamboleaba en su parte más alta. Unos gorriones picoteaban y buscaban las
semillas secas caídas por la madurez.
El viajero miró a la lejanía.
Todo era un campo de soledad. No se veía a nadie ni cerca ni lejos. El campo
era un páramo abandonado. Algunas veces – el sol hacía chiribitas – quería
creer que al otro lado, allá muy lejos, podría haber vida. Sabía que no podía ser así pero quería
creerlo, creérselo él mismo…
El viajero cruzó una pierna
sobre otra. Se rascó suavemente la barbilla que era una manera de saber que
estaba pensando o lo que es igual que estaba hablando consigo mismo. Después se
pasó la mano por la nuca y percibió que
le había crecido un poco el pelo…
De pronto sintió como un
susurro. Pensó que alguien le hablaba. Le preguntó qué esperaba. El viajero no respondió. Si hace años – le
dijo - que cerraron esta línea y por aquí ya no pasan los trenes. Ya no vienen
trenes de ninguna parte ni partirán para algunas estaciones lejanas donde dicen
que anidan las ilusiones de las gentes…
El viajero quiso responder… No
veía a nadie. De pronto, el viento tocaba a modo de xilófono con un sonido
extraño entre los barrotes de la ventana cerrada de la estación. Había un
desgranar de notas. Componían una sinfonía extraña y nueva… El viajero supo que
la voz que le susurró un poco antes era una manera que tuvo el viento de
avisarle que el tren no vendría y, entonces, el viajero, se incorporó despacio
y se echó a andar hacia ninguna parte…
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