El niño recuerda cómo no
pasaban las horas largas de la siesta en el umbral oscuro de su casa. El niño
vivía en una casa grande pueblo. En las
horas de más calor su madre cerraba las puertas y ventanas; la
casa se quedaba en penumbra. Las sombras eran las dueñas de todo.
La casa del niño tenía dos
escalones para acceder a la calle desde un
portal grande que en otros sitios llaman zaguán pero en la casa del niño,
siempre, lo llamaron el ‘portal’. La puerta grande que daba a la calle era de
madera con cuadros que ribeteaban un extraño dibujo sin ninguna pretensión
artística.
Casi siempre estaba
entreabierta y, para más seguridad, tenía una pequeña cadena que entrecruzada
las dos hojas. Permitía la entrada de la
luz y decir a los posibles visitantes, que dentro había alguien, pero que
forzaba a llamar con una manilla de acero, a modo de mano entreabierta, y que sonaba al golpearse contra un artilugio
redondo y macizo.
El portal estaba separado de la
casa por una puerta, otra puerta, también de doble hoja, de cristales
traslúcidos. Eran cristales granulados que dejaban el paso de luz pero no se
podía ver a quién estaba al otro lado a pesar de que la figura se recortaba en
la oscuridad. Esa puerta, casi siempre, estaba cerrada pero sin encajar y permitía dejar abierta una ranura grande. El
niño siempre la empujaba y entraba directamente.
Las paredes del portal, hasta media altura, estaban recubierta
de azulejos sevillanos. Dibujaban hojas de no se sabe qué árboles extraños de un paraíso perdido. El
niño siempre soñó con paraísos de otros sitios pero nunca le sirvieron de
inspiración aquellos mosaicos ribeteados por una moldura de ladrillo verde
intenso y oscuro. El suelo del portal,
también de ladrillos, con figuras raras
que hacían dibujos geométricos…
El niño dejaba correr aquellas
horas. Un libro entre las manos, una radio lejana, un rayo de solo por la
rendija de la ventana… y la espera de
las horas menos duras para salir a la calle y
estar con los amigos…
El niño dejó de ser niño. En
otra tarde de estío, recuerda ahora, desde otra casa, aquellas horas lentas en
la umbría y el frescor de su casa grande
del pueblo, tan grande, tan grande como
imposible de recuperar aquel tiempo perdido.
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