domingo, 18 de agosto de 2019

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Tarde de estío




El niño recuerda cómo no pasaban las horas largas de la siesta en el umbral oscuro de su casa. El niño vivía en una casa grande pueblo.  En las horas de más calor su madre cerraba las puertas y ventanas;   la casa se quedaba en penumbra. Las sombras eran las dueñas de todo.

La casa del niño tenía dos escalones para acceder a la calle desde un  portal grande que en otros sitios llaman zaguán pero en la casa del niño, siempre, lo llamaron el ‘portal’. La puerta grande que daba a la calle era de madera con cuadros que ribeteaban un extraño dibujo sin ninguna pretensión artística.

Casi siempre estaba entreabierta y, para más seguridad, tenía una pequeña cadena que entrecruzada las dos hojas.  Permitía la entrada de la luz y decir a los posibles visitantes, que dentro había alguien, pero que forzaba a llamar con una manilla de acero, a modo de mano entreabierta,  y que sonaba al golpearse contra un artilugio redondo y macizo.

El portal estaba separado de la casa por una puerta, otra puerta, también de doble hoja, de cristales traslúcidos. Eran cristales granulados que dejaban el paso de luz pero no se podía ver a quién estaba al otro lado a pesar de que la figura se recortaba en la oscuridad. Esa puerta, casi siempre, estaba cerrada pero sin encajar y  permitía dejar abierta una ranura grande. El niño siempre la empujaba y entraba  directamente.

Las paredes del  portal, hasta media altura, estaban recubierta de azulejos sevillanos. Dibujaban hojas de no se sabe qué  árboles extraños de un paraíso perdido. El niño siempre soñó con paraísos de otros sitios pero nunca le sirvieron de inspiración aquellos mosaicos ribeteados por una moldura de ladrillo verde intenso y oscuro.  El suelo del portal, también de  ladrillos, con figuras raras que hacían dibujos geométricos…

El niño dejaba correr aquellas horas. Un libro entre las manos, una radio lejana, un rayo de solo por la rendija de la ventana…  y la espera de las horas menos duras para salir a la calle y  estar con los amigos…

El niño dejó de ser niño. En otra tarde de estío, recuerda ahora, desde otra casa,  aquellas horas  lentas  en la umbría y el frescor de su  casa grande del pueblo, tan grande,  tan grande como imposible de recuperar aquel tiempo perdido.



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