martes, 18 de septiembre de 2018

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Los niños



Los niños de Álora éramos como todos los niños. Pero todos éramos diferentes. Había puntos – ahora dirían ‘puntos de encuentro’ – donde confluíamos a las mismas horas, los mismos días y con las mismas aspiraciones: el juego.

Entre los niños de mi pueblo casi ninguno tenía bicicleta. Solo un par de ellos y los veíamos como a niños que pertenecían a otro mundo. A nosotros nos unían los juegos comunes: el trompo, las bolas, los ‘toreros’, el pincho en la puerta de la droguería del Pintor un rato antes de entrar en  la escuela, un aro de cinc arrancado a un cubo que servía de rueda…

Jugábamos a indios y había ‘luchas’ contra otros niños del pueblo. Aquellas pandillas tenían entidad propia, su líder y su tropa. Eran como las partidas de bandoleros pero sin trabucos y con piedras. ¡Artistas de la pedrada certera! Las chumbas del Calvario, las del ‘Veneno’… El Llanillo chico era el ‘Maracaná de pueblo’ del que desconocíamos, naturalmente, su existencia…

Acudíamos a una escuela inmunda. Ni agua corriente, ni servicios. Aire viciado y un aula oscura. El maestro era el gran pedagogo que sacaba agua de pozos secos. Nosotros éramos los pozos y él el héroe anónimo a quien valoramos muchos años después.  Un mapa de hule, una pizarra, pupitres bipersonales con tinteros de porcelana manchados de tinta…

Cuando llovía el agua corría por las calles y nos poníamos chorreando metiéndonos en los charcos.  A los niños de secano eso de pisar fuerte en los charcos para mojar a otros que estaban distraídos era un deleite tan poco común – porque llovía poco – que nos daba un placer especial.

Las tardes de verano eran largas. El río, la escapada necesaria. Los ancones tenían  su encanto y su peligro: la ‘Playita’,  los ‘Remolinos’, la ‘Argamasa’, la ‘Nerisca’… Eran otro punto al que se acudía como quien atiende a una llamada totémica. Fue lugar donde descubrimos, con el paso del tiempo,  que había otra cosa… ¡La llamaban vida!





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