Los niños de Álora éramos como
todos los niños. Pero todos éramos diferentes. Había puntos – ahora dirían ‘puntos
de encuentro’ – donde confluíamos a las mismas horas, los mismos días y con las
mismas aspiraciones: el juego.
Entre los niños de mi pueblo
casi ninguno tenía bicicleta. Solo un par de ellos y los veíamos como a niños
que pertenecían a otro mundo. A nosotros nos unían los juegos comunes: el
trompo, las bolas, los ‘toreros’, el pincho en la puerta de la droguería del
Pintor un rato antes de entrar en la
escuela, un aro de cinc arrancado a un cubo que servía de rueda…
Jugábamos a indios y había
‘luchas’ contra otros niños del pueblo. Aquellas pandillas tenían entidad
propia, su líder y su tropa. Eran como las partidas de bandoleros pero sin
trabucos y con piedras. ¡Artistas de la pedrada certera! Las chumbas del Calvario,
las del ‘Veneno’… El Llanillo chico era el ‘Maracaná de pueblo’ del que
desconocíamos, naturalmente, su existencia…
Acudíamos a una escuela
inmunda. Ni agua corriente, ni servicios. Aire viciado y un aula oscura. El
maestro era el gran pedagogo que sacaba agua de pozos secos. Nosotros éramos
los pozos y él el héroe anónimo a quien valoramos muchos años después. Un mapa de hule, una pizarra, pupitres
bipersonales con tinteros de porcelana manchados de tinta…
Cuando llovía el agua corría
por las calles y nos poníamos chorreando metiéndonos en los charcos. A los niños de secano eso de pisar fuerte en
los charcos para mojar a otros que estaban distraídos era un deleite tan poco
común – porque llovía poco – que nos daba un placer especial.
Las tardes de verano eran
largas. El río, la escapada necesaria. Los ancones tenían su encanto y su peligro: la ‘Playita’, los ‘Remolinos’, la ‘Argamasa’, la ‘Nerisca’…
Eran otro punto al que se acudía como quien atiende a una llamada totémica. Fue
lugar donde descubrimos, con el paso del tiempo, que había otra cosa… ¡La llamaban vida!
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