El aire, en las noches de
invierno, ululaba en el tejado. Entraba por
el humero y bajaba por la chimenea. Cuando soplaba fuerte revocaba. Hacía humo.
A los niños el humo nos molestaba en los ojos y era la ocasión apropiada para mandarnos
a la cama.
En el silencio de la noche se
escucha la zumaya que se posaba en las casuarinas que había en el borde de la
vía. Antes de que nos venciese el sueño ella se encargaba de meternos el miedo.
Esa manera tan suya de comunicarse con las otras aves nocturnas a nosotros nos
sobrecogía.
Las sombras de la llama del
candil dibujaban figuras muy raras en la pared. Tenían formas de demonios y de seres de otros lugares. Creíamos
que venían por los niños que habíamos
sido malos durante el día.
La zumaya se las andaba,
algunas noches, por el palomar y, entonces, se escuchaba un tropel de palomas
asustadas que en la oscuridad se veían indefensas ante el ataque de aquel bicho
que se había colado por la pequeña tronera y que venía a chuparles la sangre.
Algunas veces ladraban los
perros. Mi abuelo sabía por la manera de ladrar si les hacían frente a otros
perros, si a era a alguien que pasaba por el camino, o si era a un zorro que
bajaba desde las zorreras buscando alguna gallina incauta que no se había buscado
una rama segura.
Algunas veces pegaban en la
puerta. Era algún vecino. Los vecinos, en el campo, en las noches de invierno,
acudían a las casas cercanas y formaban una tertulia. Los niños antes de
acostarnos poníamos el oído atento a las historias que contaban. Todas nos
parecían fantásticas y así supe que, Paco Reyes a quien yo quería mucho, una
vez contó que había visto un lobo… y nosotros en nuestra ingenuidad veíamos los
ojos brillantes del lobo al otro lado de la ventana.
Cuando pasaba el último tren,
el exprés que iba a Madrid, en el campo, y en invierno, ya era casi media
noche… La zumaya seguía en las casuarinas que había al otro lado de la vía y a
nosotros nos vencía el sueño y quedábamos rendidos en la inocencia.
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