Están ahí, en la sierra. Como
quien dice a un palmo de tierra monte arriba, amparados en la maleza y en los
recovecos de las quebradas, al abrigo de las umbrías de las cañadas, en los
cahorros entre los zarzales y las correntías de aguas en las cabeceras antes
que el hilo se pierda porque se lo traga la tierra.
Dicen que ya son casi plaga –
porque son demasiados y por los daños que originan - en algunos sitios. Los
agricultores que lindan con el borde de la sierra sufren daños continuos. Los
animales hozan en los alcorques de los árboles, rompen el sistema radicular de
barbas, destrozan los sistemas de riegos por goteo y tienen hechos verdadero
hoyos buscando el frescor de la tierra que no está caldeada por el sol.
Hace un tiempo los jabalíes
estaban en lo más tupido y más inaccesible del monte. Eran algo así como
animales de leyenda y propios de otras tierras, pero no de éstas. Poco a poco
aumentó la población. Comenzaron a bajar. Primero llegaron donde terminaba la
tierra labrada; luego, descendieron más, y se veían en las zonas donde encontraban ‘otra’ comida
diferente. Así tropezaron con los
maizales, con los huertos escondidos en los veneros, con las albercas que
recogían el agua en las cabeceras.
Ya acuden, abiertamente, hasta
los cultivos. Se ven fóllegas de su paso
cada mañana en la hierba fresca, en las
lindes, en los revolcaderos y en los derroteros de su paso porque estos tienen
sus caminos marcados y los siguen inexorablemente.
Me dicen que los furtivos salen
a su encuentro. Conocen sus secretos y
la manera cómo se mueve en la oscuridad, y los abaten con rifles en el silencio
y en la espesura de la noche. Ya han cambiado de pelo los jabatos y ahora,
animales pequeños, siguen a las madres por los vericuetos del monte.
Hay noches en las que los
perros ladran y ladran. Ellos saben que estos perros garabitos no son los
perros de las raleas en las monterías y se sienten superiores y confiados y llegan hasta casi los bordes de
la casa y…
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