Se asoma de puntillas. Como el
niño travieso que se eleva sobre sí mismo y quiere ver qué paraíso le aguara a
al otro lado de la tapia. Se empina. Ha puesto las yemas de sus dedos en el
filo de los montes: el Cerro de las Torres, el Calvario, el Cerro – que no se
ve pero se intuye – de las Viñas.
Es ella. Blanca e impoluta,
ella. Esencia pura, ella. Pespunte de cal blanca que reverbera bajo el azul de
cielo casi limpio. Ella que sueña más allá, en otro más allá al que le cuesta
llegar a través del espacio, del tiempo, de ese no sé qué que flota y que
arrastra el viento. Ella sabe que el Dorado está siempre un poco más allá, solo
un poco más allá de donde nosotros podemos llegar.
Una banda de palomas vuelan
desde algún sitio a alguna parte. El
cielo de Álora sin palomas sería un cielo cualquiera. Es un imposible. Cruzan
el azul limpio. Es su cielo, el nuestro. Por un rato lo hacen de ellas, de las
palomas, claro. Han dejado el palomar. Buscan la campiña para echar el rato,
para pasar esas horas del día antes que apriete el calor…
Hay destellos de luz. Juegan, festonean con la limpieza del agua.
Francisco J. Rosas Bellido nos ha regalado un río de ensueño. Parece otro río.
Como si se hubiese escapado de aquello que llamaban el paraíso. No sé a qué
hora decidió sentarse en su orilla y se llevó en la retina la quietud, la
belleza suprema, la paz que, a veces, cuando no se espera va y nos regala el
río.
Arriba, como desprendido en el
horizonte azul, el Hacho. Entre el monte y el río, el pueblo. No pueden ser el
uno sin el otro. Monte, pueblo y río; cielo azul con pinceladas de nubes
deshilachadas. Quisieron unirse a la fiesta…
Revienta la vegetación en la
orilla. Aneas, juncos; un poco más lejano, árboles de la ribera. “Áboles de la
ribera / tened compasión de mí / que estoy queriendo de veras / a quien no me
quiere a mí / ni una mijita siquiera…” Lo dice la copla. Arriba, ella, Alora de
cal y embrujo; abajo, el río de agua quieta…
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