Era verano. Me las andaba en un curso en la Menéndez Pelayo, en la Magdalena. Entre los profesores ponentes Vargas Llosa… Caía la tarde; enfrente la bahía. Paseaba por la Avenida de la Reina Victoria… Como esas cosa que aparecen de pronto, me topo con un busto de Jorge Sepúlveda que, por cierto, ni se llamaba Jorge ni se apellidaba Sepúlveda…, pero eso para otro día.
Unos versos justifican el monumento. “Santander, al marchar te diré/ guarda mi corazón que por el volveré”. Habla, también, la canción del mar, que inclinado besa sus pies, de estrellas que se van y vuelven y brillan en el cielo…
Ya no es verano. Hace frío; tiempo revuelto; nubes de paso. Dicen que si una gota fría en el Mediterráneo – otro mar, claro – y me topo con una foto de Marilina. La acompaña, a modo de pie de texto, con un poema bellísimo. (No se lo digan a nadie, pero esta niña vale un Imperio).
Hablan los versos de sueños por alcanzar, de misterios sin resolver, de horizontes que esconden detrás de un oleaje, y se siente parte del paisaje que “me permite – dice – ver la grandeza de su poder”.
La foto recoge un acantilado. Rompen las olas, o sea el mar, junto a las rocas de la orilla. Son como esas rocas que nos aguardan en cualquier recodo del camino. El acantilado es abrupto, casi cortado a pico. El cielo, entoldado. Es un cielo oscuro de nubes feas; en el fondo un pico de tierra parece que se adentra en el mar.
Otra tarde; otro tiempo. Bastante tiempo atrás. Bahía de Palma. Uno se las andaba de ‘vacaciones pagadas con ropa, cama y comida’. El corazón perdido, muy perdido. Jorge Sepúlveda en una segunda juventud; la canción: “Mirando al mar”. Un soldado lejos de su casa. Algo más que una canción; un suspiro por el aire…” Ni un lejano barquichuelo que mirar, / ni una blanca gaviota sobre el mar…”
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