domingo, 3 de diciembre de 2017

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. El Cartameño

Le sobraban los días. Los amontonaba, uno junto a otro, como las hojillas en  los tacos del almanaque amontonan el tiempo. El hombre no tenía prisa. Era de esos hombres que  siempre permanecían quietos. Era de esos hombres con los que uno nunca sabe quien pasa, si ellos, o pasa el tiempo.

Decía  Ben Rumson (Lee Marvin) en la ‘Leyenda de la ciudad sin nombre’ que hay dos clase de gentes en el mundo. Los que van a alguna parte y los que no van a ninguna. No sé si este hombre iba o estaba quieto y aguardaba algo, o ¿venía ya de vuelta?

Tenía una mirada extrañamente fija. Su postura, peculiar. Casi siempre en cluclillas, en la acera o junto a una esquina. Pasó muchas horas de guardia en la puerta del Chismo; luego cambió de ubicación. Su sitio era frente al bar que abrió el niño de Andrés el Carnicero.

Era un hombre solitario. Bebía solo. No hablaba con nadie. Nadie le daba conversación. No sabemos si este hombre tuvo días de colores o todos fueron días oscuros y negros marcados por un destino del que nunca pudo zafarse.

No tuvo en su mirada bahías luminosas, ni estrellas lejanas, ni paisajes de praderas con flores. Su horizonte era un vaso de alcohol, una pared al otro lado de la calle, el tránsito de los que sí tenían un destino; el suyo estaba siempre anclado.

Era una pobreza blanqueada con una chaqueta usada; una barba de varios días; unas comisuras hundidas porque si sobró algo fue la carencia de casi todo. El sol de las cornisas no bajó hasta su existencia. No había geranios de colores en su vida.


Los días repetidos era una sucesión de condena. Algunas veces ofrecía a los transeúntes un puñado de espárragos. Nunca vi a nadie comprárselos. Luego, cuando se fue haciendo viejo  dejó el negocio. Tenía una compañía más segura. Un cigarro en la boca y su sombra.  Lo conocían, aunque no era de Cártama,  por “el Cartameño”.  El otro día alguien dijo que se había mudado de postura para siempre…








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