Le sobraban los días. Los
amontonaba, uno junto a otro, como las hojillas en los tacos del almanaque amontonan el tiempo.
El hombre no tenía prisa. Era de esos hombres que siempre permanecían quietos. Era de esos
hombres con los que uno nunca sabe quien pasa, si ellos, o pasa el tiempo.
Decía Ben Rumson (Lee Marvin) en la ‘Leyenda de la
ciudad sin nombre’ que hay dos clase de gentes en el mundo. Los que van a
alguna parte y los que no van a ninguna. No sé si este hombre iba o estaba
quieto y aguardaba algo, o ¿venía ya de vuelta?
Tenía una mirada extrañamente
fija. Su postura, peculiar. Casi siempre en cluclillas, en la acera o junto a
una esquina. Pasó muchas horas de guardia en la puerta del Chismo; luego cambió
de ubicación. Su sitio era frente al bar que abrió el niño de Andrés el
Carnicero.
Era un hombre solitario. Bebía
solo. No hablaba con nadie. Nadie le daba conversación. No sabemos si este
hombre tuvo días de colores o todos fueron días oscuros y negros marcados por
un destino del que nunca pudo zafarse.
No tuvo en su mirada bahías
luminosas, ni estrellas lejanas, ni paisajes de praderas con flores. Su
horizonte era un vaso de alcohol, una pared al otro lado de la calle, el
tránsito de los que sí tenían un destino; el suyo estaba siempre anclado.
Era una pobreza blanqueada con
una chaqueta usada; una barba de varios días; unas comisuras hundidas porque si
sobró algo fue la carencia de casi todo. El sol de las cornisas no bajó hasta
su existencia. No había geranios de colores en su vida.
Los días repetidos era una
sucesión de condena. Algunas veces ofrecía a los transeúntes un puñado de
espárragos. Nunca vi a nadie comprárselos. Luego, cuando se fue haciendo viejo dejó el negocio. Tenía una compañía más
segura. Un cigarro en la boca y su sombra. Lo conocían, aunque no era de Cártama, por “el Cartameño”. El otro día alguien dijo que se había mudado
de postura para siempre…
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