Son los cinco dedos de una mano misteriosa.
Bajondillo, el Chinar, el Calvario. Y ¿los otros dos, vamos, el índice y el
pulgar? Se han escondido al otro lado. El índice apunta a las Lomas, a los
Lagares, a las tierras ‘que para pan no son’ y que la filoxera se encargó que
para vino tampoco; el pulgar mira a la sierra de piedra gris.
Alora es un chorreo de leche
recién ordeñada. Se derrama por la ladera y llega con su lengua blanca hasta
donde se lo permite el precipicio. Hasta ese lugar donde el vértigo pulsea a la
realidad.
En el horizonte lejano se
deshilachan un puñado de nubes algodonosas. Van a lomos del viento. Vienen de
algún sitio; van como para la parte de
Granada. Estas nubes conocen el camino. Siguen la ruta que han marcado otras.
Este año no quiere llover; todas van de paso.
El cielo está azul. Es un azul
limpio. Es el azul de los mantos en la Vírgenes de Murillo. El cielo espera a los ángeles. Dentro de un rato salen al recreo y, luego, por
larde, cuando los niños vayan por tomillo y por romero y por aulagas y pitas
nuevas para que sean parte del Nacimiento, - porque son días de Nacimientos - ellos, los ángeles, se irán por la faldas del Hacho – que Felipe
hoy no ha recogido en la foto – y les enseñarán los sitios mejores.
Y, entonces, cuando el sol se
hunda, lentamente, por detrás del Monte Redondo, el cielo se pondrá de color rojizo, y violeta,
y anaranjado. Las nubes que ahora están en la lejanía del horizonte ya
habrán llegado a su sito. Vendrán otras nubes a modo de arreboles, como rizos
anunciantes que esta tarde pasaron por la peluquería…
Hay una sombra larga. Baja cada tarde desde El Hacho. Envuelve al pueblo. No se queda quieta. Baja
y baja y baja más. El día se transforma en noche; todo se hace oscuro. Todo es
misterio y el pueblo espera otro amanecer.
Y entonces, con la luz del día nuevo desde el otro lado al pie de
castillo, el Albaicín nuestro le esboza una sonrisa al pueblo y compiten los
dos en regalar belleza…
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