domingo, 22 de mayo de 2016

Una hoja suelta del cuaderno de bitácora. Sellos

                                                                                              A mi amigo José Miguel

Homero Macauley era un chico increíble. Todos los chicos lo son. Cuando los chicos dejan de ser niños y se hacen hombrecitos tienen un ‘sello’ especial. Homero Macauley trabajaba de mensajero en la vieja oficina de telégrafos de una ciudad pequeña, Ithaca, California.

William Saroyan fue su creador. En la Comedia Humana nos contó que aquel niño llevaba telegramas que anunciaban cosas malas. Los telegramas venían de lugares de guerra y, ¡ya se sabe!

Otros chicos como Homero repartían cartas. Venían, también, de lugares lejanos. La carta, o sea la misiva, venía dentro de un sobre. El sobre estaba cerrado. Los sobres eran de color blanco, sepias, amarillentos, azules con más o menos intensidad… Había, también, sobres de luto.

La gente escribía cartas. El precio de llevarla a su destino se pagaba con el sello. “Es que esta carta va por avión para mi hijo que está en Alemania” y entonces, el oficial de correos, ponía un sello especial con una sobretasa.

 Los sobres que viajaban por avión tenían un tamaño especial; los filos de colorines, abanderados en azul y rojo. Era algo así como las bandas que colocaban en los dinteles de los muros de las antiguas barberías para distinguirlas de otros establecimientos.

En los tiempos en que yo empecé a escribir las primeras cartas el sello representaba a un señor bajito, rechonchete y omnipresente.  Estaba vestido de militar. El cuadro con su figura, igual que el de los sellos, colgaba en muchas paredes de muchos sitios.

Coleccionábamos sellos de China, Dinamarca, Ecuador…Entre los muchachos había uno que nos gustaba mucho. Era el sello de una señora con una nariz muy larga, la boca grande y con una corona en la cabeza. Es un sello de la reina de Inglaterra –  nosotros no sabíamos ni de la reina ni del sitio en que reinaba – y ese sello se pagaba en libras… ¡Ah!


Después Raphael, el de ‘Hablemos del amor’ y el de ‘Yo soy aquel’ y el del ‘Pequeño tamborilero’… nos cantó que, a veces, llegan cartas con sabor amargo, con sabor a lágrimas, con espinas, que rompen el alma, que el amor se muere… A mí me llegó una, pero no recuerdo de qué color era aquel sello.

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