Y Felipe, - Felipe Aranda, que pone la firma de belleza
en sus fotografías – va y me provoca con este puñado de luz de la tarde
esparcida por el pueblo que la acepta, la toma, la hace suya y nos la devuelve como si fuese un espurreo
de sal salida de la mano de Dios.
El artista, o sea, Felipe, se sube al Monte Redondo
y saca lo que ve. Y lo deja ahí para disfrute de todos y, encima va y ni se da
importancia. Felipe tiene un archivo fotográfico único y una generosidad que lo
supera.
Luis Vélez de Guevara, astigitano, que se fue a
pulular por la Villa y Corte y de quien se decía que “siempre anduvo falto de
dinero y sobrado de buen humor” escribió “El Diablo cojuelo”, una obra, reflejo
en parte, del Madrid del siglo XVII.
El diablo con quien no podían ni sus propios
congéneres vistió las buhardillas y los tejados; las torres y las cornisas de
aquel Madrid donde venían a romper de todos los sitios de España lo mejor y lo
peor de cada tierra.
Luis Vélez de Guevara nunca estuvo en Álora. Seguro.
De haber venido por aquí su diablo andando por los tejados, asomados a las
ventanas más altas, enganchando la capa
- no eso no; no era posible,
porque aún no estaba terminada la torre de la Encarnación – habría contado otra
historia diferente a la que narró en su obra.
Desde la lejanía, Álora es una siembra de ventanas
en la cal blanca de las fachadas; un mundo de belleza exterior que no es más
que un rebrote, como las yemas de los ciruelos blancos, en la primavera, de
todo lo que encierra y lleva por dentro.
Felipe me ha provocado. He entrado al trapo. Felipe
tiene la culpa de mostrarnos ese pedacito de tanta belleza y tanta blancura y
tanta poesía quieta como se encierra debajo de esos tejados en un mosaico único
a la luz de la tarde.
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