Le decía Juan Ramón a Platero que “caía el sol y los
granados se incendiaban como ricos
tesoros…”. Juan Ramón hablaba de los granados de Moguer, su pueblo blanco a
orillas del río Tinto. Los veía por las tapias caídas de los corrales por donde
también se asomaba al campo y al río…
Esta mañana el día no tenía la luz de otras mañanas.
Había algunas, - pocas, pero algunas - nubes de levante; se limpiaron, cuando
llegó el día a la mediación. Nunca llueve con aire de levante. El cielo, por la
tarde, volvió a su azul radiante.
Ya han sacado algunos pajarillos, los más tempranos,
sus nidos. Los setos están llenos de volantones que otean sus alrededores.
Buscan su posición. Se ha llenado el campo
de amapolas; de margaritas blancas los bordes de la carretera.
Los granados del borde del camino, maestro Juan
Ramón, están tan preciosos como estaban los de los corrales de tu pueblo. Están
coronadas las granadillas. Se han
pespunteado de sépalos rojos en un traje de luces verde esperanza. Aguardan su
cuaje y luego la maduración y luego serán rubíes intensos y terminaran
alfombrando el suelo de un manto de hojas de oro viejo.
Entre el vallado se las andaba un mirlo. Debe tener
el nido cerca. Salió con una estrepitosa escandalera, aleteando por entre los
árboles de la huerta. Yo lo seguí con la vista hasta que pude. Luego, se me
perdió.
Es muy listo y seguro que no se lo pensó dos veces y
si los mirlos se hablan a sí mismo como
los hombres hacemos entre nosotros, debió decirse: si salgo huyendo éste me
sigue; le desvió la atención y salvo todo lo mío.
Lo consiguió a medias. Husmeé entre las ramas. En el
encuentro de la cruz un nido daba cobijo a cuatro polluelos. Al presentirme
abrieron sus picos. Bendito seas mi señor por estos los nidos que vienen cada
primavera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario